domingo, 15 de mayo de 2011

CAPÍTULO XXVII. FRANCIA 84

La situación se había deteriorado hasta el punto que los Campeonatos de Europa de 1984 fueron el triste colofón de su carrera en la SER. Se vivían momentos de cambio en la cadena y la tensión era insoportable, más aún si vivías fuera de Madrid, porque en las luchas intestinas por el poder siempre te quedabas al margen. Paco Ortiz era un hombre solitario, despegado de clanes o camarillas y no le interesaba entrar en una guerra donde no tenía nada que ganar. Por eso, prefirió dejarle el sitio libre a quienes se disputaban el micrófono retirándose con discreción.

Eran nuevos tiempos y se utilizaban otros métodos en la forma de trabajar. Seguían Brotóns y Botines en una dirección bicéfala a caballo entre Madrid y Barcelona, con Héctor del Mar en la narración. Yo tenía que conformarme con los comentarios delante de un monitor en el centro de prensa de Paris. De las siete sedes en las que se desarrolló el Europeo, no visité ninguna.
Fueron muchas horas de soledad en un pequeño habitáculo, con la pantalla del televisor frente a mí y un teléfono para realizar breves intervenciones de relleno. Eso si, puedo presumir de conocerme mejor que nadie la sede de la Radio Televisión Francesa.

A la selección nacional, en contra de lo sucedido en Italia y dos años antes en España, le fueron muy bien las cosas. Se llegó brillantemente a la final y se perdió por un lamentable error de Arconada ante un equipo plagado de estrellas bajo la magistral batuta de Michel Plattini. La cadena SER estableció un operativo especial con diferentes puntos de conexión, unidades móviles y programas especiales, que fueron seguidos con gran interés.

Fue el único partido que pude ver en directo, el de la gran ilusión y el de la gran decepción. En la cabina microfónica solamente había sitio para tres comentaristas. Mi habitual prudencia me aconsejó no ocupar ninguno de los tres puestos de transmisión (hubiera dado lo mismo, porque me habrían levantado del asiento), por lo que tendría que seguir el partido de pie, con muy pocas posibilidades de intervenir con mis comentarios.
Resulta que en la cabina de al lado estaban encima de la mesa un micrófono y unos auriculares. Quien fuera gritaba tanto a través de ellos, que no pude evitar interesarme por el problema que tenían a miles de kilómetros de distancia. Llamaban a un tal Hilario con angustia y no tuve más remedio que decirles que por allí no había nadie.
El partido estaba a punto de empezar, me preguntaron de dónde era y me rogaron que comenzase la retransmisión para una emisora (ahora no recuerdo cuál) de Paraguay. Me puse de acuerdo con ellos en los cortes publicitarios, en los emites en directo y en el tono que debía darle a la narración y empecé justo cuando el árbitro daba comienzo al partido. Fueron escasamente tres o cuatro minutos, en los que disfruté como hacía tiempo. ¡Lástima que llegase el tal Hilario, sudando y sin resuello! Miraba de un lado a otro su cabina, asustado, y le indiqué por señas que acudiese donde yo estaba.
En un corte publicitario le conté lo sucedido y él me agradeció el favor con un fuerte apretón de manos. Ya en el descanso, le ayudé en los comentarios y, al final, con la pesadumbre de la derrota española, tuve que soportar la más larga retahíla de elogios que nunca había escuchado, con la sinceridad de un hombre reconocido.
Yo, que iba como locutor de la SER, terminé radiando para una emisora sudamericana. Esa curiosa situación me hizo sonreír, pero colaboró en mi decisión de abandonar la cadena, después de veintiocho años de servicio, tres mundiales, dos Eurocopas y varios centenares de partidos internacionales de selección y de clubes durante ocho años.

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