Nos alojamos en un pueblecito cerca de Milán, en un hotel antiguo pero muy acogedor, con unas inolvidables vistas a un lago inmenso cuyo resplandor de las aguas nos despertaba cada mañana. En aquel lugar también se hospedaba la selección española y eso favorecía la realización de entrevistas y programas especiales en las vísperas del torneo.
Estos días previos transcurrían con tranquilidad, en un ambiente relajado que les permitió recibir a los jugadores de la selección nacional en el estudio instalado por Enrique Blanco en una de las habitaciones de los enviados especiales de la SER. También acudieron futbolistas de otros equipos, periodistas y hasta aficionados, que le dieron un tono cordial y agradable a esos escasos metros cuadrados llenos de cables, micrófonos y aparatos por todos lados.
Comenzó la participación española con un empate a cero frente a Italia, que era el país anfitrión. Fue un partido bonito de radiar por la emoción y lo incierto del resultado. Pero esos buenos comienzos solamente eran una ilusión, un espejismo. Tres días más tarde España perdió en Milán frente a Bélgica por 2-1. Nuestra selección iniciaba su declive en esta Eurocopa
El sosiego del lago milanés terminaba y el equipo radiofónico tenía que acudir a Nápoles donde se encontraba la nueva sede del equipo español. En la gran ciudad había que resolver unos problemas burocráticos y Paco Ortiz, para descargar de trabajo a Vicente Marco, se ofreció a desplazarse a la oficina de prensa. Era, además, una buena oportunidad para conocer a fondo Milán antes de abandonar la sede.
Tomé el FIAT con cambio automático y me dispuse a recorrer los ochenta kilómetros que nos separaban de nuestro alojamiento. Nunca había conducido un automóvil de esas características, pero en carretera apenas se nota diferencia. Ya de entrada, me equivoqué al tomar el desvío de la autopista al centro de la ciudad y tardé más de media hora en dar la vuelta.
Comenzó a llover torrencialmente cuando admiraba la catedral, en plena hora punta. Salían coches de todos los sitios, empezaba a anochecer y las luces de los faros eran insuficientes ante la cortina de agua que caía sobre las calles. El FIAT se me paró en plena plaza del Duomo y se calaba cada vez que lo intentaba poner en marcha. Estaba histérico, gritaba como un poseso mientras los conductores «rivales» me insultaban entre tremendos bocinazos.
Estuve a punto de bajarme e irme corriendo de aquel desastre, pero el auto arrancó de una maldita vez. Enfilé con miedo la primera avenida grande que ví y aparqué el coche donde pude. Eran las once de la noche y estaba tan agotado, que no tuve fuerzas de buscar un hotel. Me quedé dormido en el coche después de llamar desde una cabina indicándoles a mis compañeros que el papeleo se iba a prolongar un día más y que volvería al día siguiente. Seguramente sospecharon que había ligado con alguna belleza italiana... ¡buen ligue, vive dios! Dormí en los brazos de un FIAT, una amorosa noche que no le deseo a nadie y que, por supuesto, no he contado hasta ahora.
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