sábado, 28 de mayo de 2011

CAPÍTULO XXIII. EL DESÁNIMO TRAS LA ELIMINACIÓN

España había sido eliminada, todo había terminado, la gran mayoría de los periodistas españoles hicieron sus maletas y regresaron a casa. José María García volvió en el primer vuelo a Madrid pero permanecieron en Buenos Aires Enrique Blanco, Vicente Marco y Paco Ortiz. La SER tenía que cubrir su programación especial, ya que otras cadenas y la propia televisión seguían en la brecha. Estaban contratadas publicitariamente las semifinales y la final al margen de la actuación española. La información descendió a niveles mínimos en nuestro país y eso se traducía en más tiempo de trabajo y resultados menos brillantes. La decepción hizo mella en la audiencia y solamente interesaban los Campeonatos del Mundo de Argentina por las anécdotas o por ver los partidos en color en los primeros televisores de estas características en España.


Los últimos días del Mundial fueron desagradables y llenos de incidencias para mí. Ya se torcieron las cosas cuando me trasladé a Córdoba, porque el avión de hélices con capacidad para cuarenta personas no terminaba de salir. Como no se llenaba el vuelo y teníamos prisa, decidimos escotar los periodistas y pagar las quince plazas que faltaban porque hasta que la nave no estuviera completa, no salíamos.
El vuelo fue malo, alguno de los pasajeros se mareó y yo comencé a padecer un amago de cólico nefrítico que me mantuvo en cama el resto del día con unos dolores muy agudos. Con algo de fiebre y débil por no haber comido nada en varias horas, tomé el autobús que me tenía que dejar en el centro de prensa.
El vehículo se estropeó nada más arrancar y llegamos justo al comienzo del partido. Todos en Madrid estaban preocupados por mi tardanza, yo andaba completamente desorientado y, para colmo, no había recogido las alineaciones ni el dossier de prensa que nos preparaban antes de cada partido. Pero, y esto fue lo más terrible, no reconocía a los equipos. No sabía con qué camiseta jugaban, ni quiénes eran los futbolistas ni cómo se llamaba el árbitro. García, desde los estudios, debió darse cuenta y me fue sacando de dudas; un compañero de otra cadena me pasó las numeraciones y uno de los técnicos de la compañía telefónica local, me aprovisionó de agua. Poco a poco fui tomando las riendas y acabé uno de los partidos más largos e ingratos de mi vida.

De vuelta a Buenos Aires, donde nada dijo al resto del equipo para no preocuparles, tuvo tiempo para recuperarse y pasear por una de las ciudades más maravillosas del mundo. Era el momento de visitar por última vez rincones escondidos, calles llenas de color, plazas donde el aroma le transportaba a otras épocas y lugares en los que había tenido tiempo de meditar en soledad, disfrutando de unos momentos inolvidables. Su estancia en Argentina se terminaba y pronto recuperaría su actividad normal, volvería a ver a su gente querida después de un mes largo de ausencia.

Cinco horas antes del comienzo del partido, los argentinos vivían dentro y fuera del estadio la gran final. Fue un partido impresionante, de los que gusta radiar y yo particularmente quedé muy satisfecho de la retransmisión. No se cuánto tardamos desde la cancha al hotel, porque quedamos atascados en las calles y apenas podíamos movernos.
La gente cantaba y bailaba, era imposible tomar un taxi, los autobuses no podían circular, todo Buenos Aires era una gran fiesta. Terminamos tarde de mandar entrevistas, comentarios e informaciones desde el estudio que improvisó Enrique desde una de las habitaciones del Plaza.
El día siguiente lo dediqué a descansar, a dormir, a terminar de realizar las últimas compras y a prepararme para la vuelta a casa, especialmente para ver a mi hijo Cristian, que había cumplido dos meses.

Ya en pleno vuelo sobre el Atlántico, a varios miles de kilómetros de altura, sus queridos compañeros le obsequiaron con uno de los detalles más bonitos del largo desplazamiento a Argentina. Eran las doce de la noche del 28 de junio, él cumplía cuarenta y cuatro años y dormitaba en la butaca del avión.

La azafata se paró a nuestra altura. Llevaba en un plato un pastel, una botella de champán y unas copas, que dejó sobre las mesitas de nuestros asientos. Me felicitó en nombre de mis compañeros, encendió una vela y nos dejó celebrar en la intimidad mi cumpleaños. Fue un detalle que jamás olvidaré y que puso un colofón sentimental en mi etapa argentina.

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