martes, 28 de junio de 2011

CAPÍTULO XIII. EL DEPORTE COMO ESPECTÁCULO

Por aquel entonces no estaba permitida la opinión ni se realizaban tertulias radiofónicas como ahora. Las entrevistas eran pactadas con permiso de la censura y los informativos no existían. Además de la música y los seriales, muy escuchados, solamente los concursos y las retransmisiones deportivas tenían la espontaneidad del directo y unas grandes posibilidades para la improvisación del locutor. Como el fútbol todavía no se había transformado en el negocio televisivo de la actualidad, otros deportes compartían su importancia y eran seguidos masivamente por los oyentes. El Parque Primo de Rivera acogía emocionantes carreras de motos y sensacionales criteriums de ciclismo, retransmitidos con mucha imaginación por Paco Ortiz que no veía gran parte de la competición desde su puesto de comentarista. Pero la abundante documentación, el apoyo de especialistas y otros recursos dialécticos facilitaban el seguimiento de las carreras. Muy aficionado a la bicicleta por los kilómetros rodados en la Coruña de estudiante, fue todo un acontecimiento para él narrar las pedaladas del legendario Fausto Copi y entrevistarle brevemente en la línea de meta. Años después, con Jesús Gimeno, siguió la Vuelta Ciclista a Aragón e incluso editaron un periódico,
el «Diario de la Vuelta».

Con su buen amigo Manolo Serrano formó un sólido tándem en las veladas de boxeo que se celebraban en Zaragoza, en el Frontón Cinema, cuando este deporte estaba en auge, y posteriormente en la mejor época de Perico Fernández a comienzos de los setenta. Una anécdota curiosa, al mismo tiempo que aleccionadora, fue la que protagonizó en unos campeonatos de natación:

Tenía que cubrir unos campeonatos de España que se celebran en Helios y recoger unas entrevistas con los ganadores. El caso es que, por uno u otro motivo, no llegué a grabarle al campeón de España que se había ido con el equipo de su provincia en el autocar. Como era de fuera, le comenté al técnico que me acompañaba que hiciera él del campeón en cuestión. Le dije lo que tenía que contestar y grabamos la entrevista.
Ya en la radio, la emitimos y nadie se enteró de nuestra pequeña travesura. Pero poco más tarde recibí una llamada telefónica: era del equipo que se había proclamado campeón, que se había detenido a comer en carretera y en el restaurante tenían puesta la radio. El entrenador simplemente me felicitó por la entrevista, que sería exclusiva mundial: ¡el nadador era sordomudo y no podía hablar!

Fue en el fútbol donde se realizó como profesional y adquirió su tremenda popularidad. Ya en La Coruña, junto al gran Enrique Mariñas, recibió las primeras clases de lenguaje balompédico y le tomó afición a narrar con intensidad las jugadas. Años más tarde, con Manolo Muñoz en Radio Zaragoza, fue cuando dio el salto y se convirtió de mero narrador en experto relator de partidos.

A Manolo Muñoz le debo saber leer el fútbol. Yo radiaba, pero no entendía globalmente lo que ocurría sobre el terreno de juego, y mi gran amigo fue también mi gran maestro en la comprensión de las tácticas, en la observación al equipo contrario, en la interpretación de lo que ocurría en el campo. Cuando estábamos juntos, yo radiaba y él comentaba, formando un equipo magnífico por lo acertado de sus opiniones. Además, con su simpático acento cordobés que nunca perdió, le daba otro tono a la retransmisión. Murió demasiado joven, de manera inesperada, dejándome solo ante muchas cosas. Fue mi apoyo, mi confidente y mi mejor ayuda en la radio durante veinte años.

Su primer contacto con el fútbol fue la lectura de los comentarios de un gran periodista, Juan de Torrero, que escribía las crónicas a mano. Como no tenía buena voz y le imponía el micrófono, Paco Ortiz las interpretaba con un tono jovial y espectacular que enriquecía la árida información del partido. En aquellas fechas todavía no estaba construída la Romareda y las condiciones del antiguo campo de Torrero no eran las idóneas para las retransmisiones.

Subir a la cabina era una auténtica aventura. Había que trepar por una larga y estrecha escalera de hierro hasta una pequeña torreta donde no se veía bien el terreno de juego. Estaba detrás de una de las porterías y había zonas donde era imposible distinguir a los jugadores. ¡Menos mal que ya había números en las camisetas!
De mis cuatro años en el antiguo Torrero recuerdo dos momentos inolvidables. Por un lado, la gravísima lesión de Avelino Chaves a causa de una brutal entrada del defensa Olivares. Aún resuenan en mis oídos los gritos de dolor del futbolista que cayó justo debajo de la cabina de transmisión. Para Chaves fue el final de su carrera, aunque jugase durante algunos meses en un ejercicio de profesionalidad que le llevó más tarde a la secretaría técnica del club durante tres décadas.
La otra imagen que quedó grabada en mi memoria fue un partido de ascenso del Real Zaragoza a Primera División. Corría la temporada 1954/55 y hubo que ampliar el recinto con unas gradas metálicas para dar cabida a más público del habitual. Fue una fiesta y toda la ciudad vivió el éxito. Poco después llegó Jacinto Quincoces al banquillo, uno de los ídolos de mi niñez. Poder conocer, dialogar, entrevistar y convivir con el más grande defensa de la selección española, fue un sueño increíble para mí.

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