sábado, 4 de junio de 2011

CAPÍTULO XIX. ALREDEDOR DEL MUNDO

El planeta es cada vez más pequeño y viajar se ha convertido en algo natural, dadas las posibilidades de encontrar un destino que nos agrade y unas condiciones de pago acordes a nuestro presupuesto. Pero realizar un desplazamiento profesional y más como enviado especial a un evento deportivo, es algo completamente distinto. Recordar la tensión de los países del Este cuando estaban subyugados al régimen soviético e incluso el miedo en sus fronteras, parece ahora una novela de ciencia ficción.


El Real Zaragoza jugaba por segunda temporada consecutiva la Copa de la UEFA, en un intento de reedición de los éxitos de los «Magníficos» por el continente. En la fase más oscura del comunismo checoslovaco, el equipo tenía que jugar en Bratislava, encrucijada de espías y agentes del servicio secreto de los países involucrados en la «guerra fría». 
Aterrizamos en Viena y tomamos un autobús para cubrir por carretera el trayecto hasta la frontera. Una vez fuera de la Europa libre, irrumpieron en el vehículo cinco o seis soldados fuertemente armados. Bajaron las maletas del autobús y registraron cada rincón del equipaje. Cuando creíamos que todo había terminado, un oficial del ejército comunista fue entregando los pasaportes uno a uno después de comprobar las fotografías. Me obligaron a descender del vehículo, pero me resistí hasta que me acompañó el intérprete. En el puesto de control, un lugar mal iluminado y con unos muebles desvencijados, otro oficial me indicó que me sentara frente a él, en una mesa donde había una porra y unas esposas.
Él jugueteaba con una pistola, mientras miraba mis documentos y mi rostro. Entonces comprendí el problema: en esos momentos yo tenía una poblada barba negra y en el pasaporte estaba sin ella. El intérprete me dijo que tenía que rasurarme la barba y que en el lavabo tenia brocha, jabón y una maquinilla de afeitar. Me resistí, apelé a los derechos humanos, dije que era periodista... ninguno de mis razonamientos influyeron en su decisión. Comentó que allí mandaba él y que ningún superior iba a tomar cartas en el asunto. Que, o me afeitaba, o no pasaba el control para acceder a Checoslovaquia.
Tuve entonces una luminosa idea: le indiqué al intérprete que le tradujera de la manera más convincente si ocurriría lo mismo a la inversa. Es decir,  si tendría que esperar tres meses en el control de pasaportes si en la foto llevase barba y en la actualidad no. Se quedó pensativo, telefoneó a alguien y escribió unas líneas en los papeles del visado. A empujones, abandoné la miserable habitación y antes de volver al autobús, el intérprete me sugirió que no se me ocurriera afeitarme, ya que en mi documentación se hacía constancia expresamente de que estaba autorizado a pasar con barba.

Las crónicas previas a un partido suelen enviarse desde el hotel de concentración o desde el mismo escenario del encuentro. Los teléfonos móviles han constituído un avance en este sentido, pero hace unos años -si se deseaba realizar un reportaje completo con los jugadores, directivos o entrenador- era costumbre acudir a la radio estatal y solicitar un estudio para el montaje y posterior transmisión por línea microfónica. Desconocer el idioma local es uno de los graves problemas que los informadores tenemos que superar; una cosa es hablar más o menos bien el inglés y, otra muy distinta, cuando los nativos insisten en expresarse en flamenco, sueco o alemán.

Una vez fui con todo el material grabado a la sede de la radiotelevisión suiza y pregunté por el estudio que me habían asignado para enviar las entrevistas. Creí entender que era el «número seis» y me aventuré por los largos pasillos del enorme edificio estatal. Ascensores arriba y abajo, gente apresurada de un lado a otro, total que nadie me hacia caso cuando preguntaba dónde estaba el dichoso estudio.
Al final, por casualidad, lo encontré y accedí a un auditorio con capacidad para cien personas. Sorprendido, permití que una amable señorita me condujera al centro del escenario junto a un piano de cola. El público aplaudió al verme y me quedé petrificado. La mujer me empujó, hablaba en alemán con tanta rapidez y energía que me aturdió. Tomé por un brazo a mi ocasional acompañante y salimos del recinto. Menos mal que ella hablaba algo de italiano y se deshizo el entuerto: esperaban a un pianista ruso que iba a grabar un concierto y se habían creído que era yo.
No sé si el pobre hombre al final encontré el dichoso estudio, o se había encontrado una habitación con un micrófono y dos magnetofones, sin espectadores que le arropasen... pero yo me fui al número dieciséis que era el que me correspondía desde un principio, según la divertida joven que rió con ganas al comprender el malentendido.

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