jueves, 9 de junio de 2011

CAPÍTULO XVI. EN TIERRA EXTRAÑA


La radio no era entonces como ahora. Había tiempo para descansar, para pisar el asfalto de las calles de Londres, para comprobar si era verdad o no aquello del «puré de guisantes». Los periodistas no se lanzaban como una jauría de lobos sobre el seleccionador, ni los teléfonos portátiles acosaban a los jugadores. No había competencia; era el trabajo del medio oficial y de una cadena que comenzaba a escalar en la audiencia, tutelada por el Gobierno. Por eso, Paco Ortiz podía permitirse el lujo de respirar el aroma de una ciudad llena de contrastes, la más grande que había conocido en su vida. En Sheffield, pocos días después, disfrutó de una anécdota graciosa que le hizo ser mucho más cauto en lo sucesivo. En los prolegómenos del partido contra Suiza, el 15 de julio, bromeaba con los técnicos de Radio Madrid sobre el aspecto y los comentarios de un locutor soviético que estaba a su lado: «Junto a mí tengo a un ruso que no le entiende ni su padre», dijo riéndose de su colega. El  ruso se volvió con rostro simpático hacia él y le dijo en perfecto castellano: «Pues yo a ti, si».

Fue una manera de recibir el impacto de un mundo que se le mostraba con una velocidad de vértigo, sin apenas tiempo para contemplarlo en toda su extensión.

Se me subieron los colores a la cara, no supe que contestarle. Le pedí disculpas, que aceptó de buen grado, y ya de vuelta al hotel, más de un vodka calentó nuestros estómagos. Llegó incluso a proponerme ir a Radio Moscú para los programas que emitían para Sudamérica. Naturalmente, decliné su sincera invitación. Por aquel entonces, hablar tan solo del «demonio comunista» ponía los pelos de punta.

Volviendo al partido de fútbol que España jugaba contra Suiza, fue el único de los tres que sirvió de satisfacción a la delegación española en Inglaterra. Se derrotó con claridad a un rival inferior, al que había que superar como fuera para tener posibilidades de completar un digno papel.

El campo de Hillsborugh se me antojó antiguo, vetusto. Suiza aprovechó el nerviosismo de nuestra selección y comenzó marcando. Con 0-1 terminó la primera parte, a la que apenas pudimos dar emoción pese a nuestros esfuerzos. Pero en la reanudación todo cambió, empujó mucho más España y empató el partido... canté mi segundo gol español, y después el tercero, en una genial jugada de Gento que dejó atrás a los defensas suizos y se enfrentó en solitario al meta Elsener. ¡Qué golazo! Mi garganta quedó rota, pero me embargaba una satisfacción difícil de explicar. ¡Habíamos ganado!

Enfrentarse a la selección alemana era todo un reto, las posibilidades de ganar eran casi nulas. Pese a todo, la recuperación apreciada en el segundo encuentro abría las esperanzas incluso a los más pesimistas.

Fusté nos adelantó en el marcador y los jugadores se crecieron. El equipo adversario se desorientó y permitió la creatividad española. Fueron minutos deliciosos de radiar, diciéndole a la gente que ese partido se podía ganar, que el milagro era posible... Pero allí estaba mi admirado Franz Beckenbauer, que ordenó el juego teutón hasta convertirlo en una apisonadora. Emmerich, con una gran dosis de fortuna consiguió el 1-1 y Uwe Seeler, el 2-1 con el que terminó el partido.
No fue justo, no merecimos en modo alguno esa derrota. La selección había realizado su mejor partido y caía derrotada ante los que iban a ser finalistas.

La eliminación provocó un reajuste en el equipo de la SER, dado que la competición había perdido interés. En la sede central de la BBC en Londres, Vicente Marco y Quilates llevaron todo el peso del trabajo. Era una labor periodística, metódica y muy difícil, ante el rechazo que suponía en España todo lo que sonase a Mundial de Inglaterra.

Eran auténticos maestros, yo absorbía como una esponja su metodología de trabajo, sobre todo la organización esquemática de la programación del «jefe Marco». El aún tenía reservada para mí una sorpresa que me hizo palidecer, pero a la que respondí con decisión. Era otro reto que debía superar en mi carrera.

La final de los Campeonatos del Mundo de 1966 estaba a la vuelta de la esquina con ese impresionante Inglaterra-Alemania, veinte años después de la Segunda Guerra Mundial. La SER no tenía puesto de comentarista en Wembley pero el partido había que transmitirlo. Vicente Marco le hizo un aparte a Paco Ortiz en los interminables pasillos de la BBC la víspera del encuentro y le dijo mirándole a los ojos: «Paco, hay que hacer un esfuerzo. ¿Te atreves a radiar la final a través de un monitor de televisión?» Era un auténtico reto profesional. En aquellos años no existía el despliegue de cámaras, las posibilidades tecnológicas, la calidad de imagen a la que estamos acostumbrados actualmente. Se emitía en blanco y negro, por supuesto, con un plano general del campo que dificultaba el reconocimiento de los futbolistas. Comentar así el partido constituía un riesgo difícil de asumir hasta para un experto locutor, pero era una oportunidad única para él. Le dio con fuerza la mano al «jefe Marco» y le contestó afirmativamente. «Está hecho. Radiaré la final». «No será fácil», aseguró Vicente. «Tranquilo, amigo, saldrá bien», respondió mi padre.

Al día siguiente comieron frugalmente cerca de la sede de la BBC y prepararon con esmero la retransmisión. Había nervios, ansiedad, ilusión y cierto temor por la responsabilidad.

Cuando llegué a un gran salón que habían preparado para casi un centenar de locutores con diez grandes pantallas de televisión, sin mamparas de separación entre nosotros, unos enormes butacones y micrófonos por todos lados, casi me arrepentí de la decisión tomada. Yo creía que cada uno íbamos a tener nuestro monitor, que íbamos a estar en un lugar propio, pero el maremágnum era capaz de asustar a cualquiera. Era una auténtica torre de Babel, hablando cada uno en su idioma y a grito pelado. En la pantalla, tan solo teníamos una toma general del campo que a los pocos minutos resultaba ya aburrida. Había que echarle muchos redaños al asunto y ponerle una gran imaginación a la narración. El sonido ambiente se escuchaba perfectamente a través de los auriculares y acompañaba a la transmisión.
Vicente Marco insistía en que el oyente de la SER debía tener la convicción de que estábamos in situ, en el emblemático estadio de Wembley. Pero por mucho que se empeñase no era así, el estadio quedaba a varios kilómetros y no era lo mismo verlo en televisión que en el mismo campo.

Se introdujo pronto en la magia de la final y se convenció a sí mismo de que estaba viendo el partido en directo. Marco sonreía a medida que el tiempo iba pasando y la tensión se iba dulcificando hasta desaparecer. Al final, el veterano periodista le dio un abrazo y con su habitual laconismo -no exento de cariño y admiración por el esfuerzo-, le dijo: «Perfecto, Paco». Estaba destrozado y con los ojos enrojecidos de tanto escrutar jugadores en una pantalla hostil, a varios metros del sillón de tortura. La gran prueba había  pasado  con  éxito  y jamás  olvidaría  esas  dos  horas  de  pasión controlada.

Tuve la inmodestia, la curiosidad de preguntar a una de las auxiliares de prensa que nos atendían en el booking, por la fecha de nacimiento de los comentaristas enviados especiales al Mundial. Debí caerle simpático, porque se tomó la molestia de comprobar el montón de fichas que tenía en un archivador. Para ayudarla, le indiqué que yo había nacido en 1933.
Más de una hora después, me confirmó que era el más joven de todos. Puede parecer una tontería, pero me llenó de orgullo el título honorífico que me autoimpuse en ese momento. Horas más tarde, cuando el avión de Iberia despegó del aeropuerto de Londres, se me humedecieron los ojos. Todo había pasado, podía respirar tranquilo. Le pedí a la azafata de vuelo un gin-tonic y le di gracias a Dios por su silencioso pero imprescindible apoyo.

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