jueves, 30 de junio de 2011

CAPÍTULO XI. LOS GUIONES Y EL CUADRO DE ACTORES

La magia de las ondas continúa hechizando a millones de oyentes en nuestro país. Primero fueron los grandes conciertos, después los programas cara al público y, más tarde, las novelas radiofónicas que colapsaron las tardes españolas de los años cincuenta, sesenta y comienzos de los setenta. La televisión ha popularizado unos seriales de centenares de capítulos de origen sudamericano que, emitidos en la sobremesa, son seguidos por millones de espectadores. Se trata de «culebrones» de escasísima calidad, con unas dotes interpretativas muy limitadas de los actores y unos argumentos insostenibles. La necesidad de sacar al exterior los sentimientos más profundos o el reflejo de desengaños amorosos pasados, favorecen su éxito de audiencia. Es una vuelta a las radionovelas pero con imágenes, sin la creatividad de unos autores que ponían al servicio de los cuadros de actores toda su capacidad dramática.


Me vienen a la cabeza grandes éxitos como Ama Rosa, seriales magníficos de todo un especialista como Guillermo Sautier Casaseca y las voces inolvidables de Pedro Pablo Ayuso o Juana Ginzo. Ser actor delante de un micrófono es algo muy serio, porque la intensidad interpretativa solamente se consigue cargando el peso de la actuación en la voz. En la radio no valen las expresiones ni los gestos. Hay que saber leer correctamente, declamar, pronunciar con exquisita corrección y no ser exagerado en la puesta en antena. Meterse en un determinado papel, con un micrófono delante y unas cuartillas escritas, no es nada fácil. Incluso importantes actores teatrales fracasaron rotundamente en la radio.


 
Paco Ortiz, que reconocía no tener dotes de actor, se especializó en el papel de narrador, una figura de gran importancia en las radionovelas. Esa voz, grave y profunda, pero de fácil desenvoltura y de cadencias rítmicas, era el hilo conductor de la historia y quien situaba al oyente en la escena que se interpretaba. Una de las figuras perdidas con la desaparición de los cuadros de actores era la de «especialista en efectos sonoros», un profesional cualificado y cuya intervención podía mejorar un guión mediocre o destrozar una magnífica historia.

Hace tiempo que dejó de existir porque los discos de efectos especiales, que ahora pueden parecer una antigualla, le sustituyeron con todos los elementos que aportaba a la realización de la novela. Como antes se hacía todo en directo al no existir las grabaciones, la eficacia de su oficio resultaba definitiva.
Aunque parezca mentira, el sonido del mar lo conseguía con un gran pandero lleno de perdigones. Según lo movía con más o menos energía, daba la sensación de una suave marea o de un terrible oleaje. Para conseguir el efecto del viento, soplaba un folio cerca de sus labios y para recrear una tormenta, movía con más o menos energía una cartulina. El fuego lo simulaba arrugando un papel de celofán. Y el paso, trote o galope de un caballo (quizás el efecto más conocido por la gente), lo lograba con dos cortezas de coco que golpeaba sobre una caja llena de tierra y piedras. Era curioso, también, ver al especialista colocar unas pequeñas puertas cerca del micrófono, con su manija correspondiente, para obtener el sonido de apertura o cierre con chirrido incluído.


 
Lo peor en la emisión en directo de teatro o radionovelas era la risa. Cualquier mirada, cualquier error, cualquier sonido imprevisto, producía desde la más leve sonrisa hasta la más explosiva carcajada. Estaban los graciosos habituales, que hacían gestos o gastaban bromas pesadas al resto de los actores. El ambiente era de gran camaradería pero, a veces, tanta confianza generaba una excesiva relajación en el ambiente que terminaba en un cachondeo difícilmente ajeno al oyente.

Ocurría alguna que otra vez que uno de los intérpretes se saltaba una línea y el guión perdía completamente el sentido. Las frases masculinas se convertían en femeninas o viceversa, por lo que se debía improvisar. También eran frecuentes las «morcillas», apéndices inventados por el propio actor para enriquecer el diálogo. Pero nuestra principal preocupación era contener la risa cuando alguien se equivocaba. Sucedía que, en un pasaje especialmente dramático, algo pasaba que suscitaba la hilaridad. Y cuanto más se intentaba disimular, más cómica era la situación.

Paco Ortiz intervino como narrador, en cientos de guiones y obras. «Teatro en la noche» ofrecía a la audiencia todos los viernes una pieza de teatro adaptada a la radio que se emitía en directo. «Los estrenos», que era una dramatización de los grandes estrenos de opera y zarzuela, consiguió un premio ondas. Su autor y director fue Manolo Serrano, que recogió el galardón. También fue responsable de «la vida de Miguel Fleta», emitida por todas las emisoras de la SER poco tiempo después con gran éxito de audiencia. Una de las mejores series jamás producidas por Radio Zaragoza fue «el Bimilenario de Zaragoza», escrita por diferentes autores -todos ellos de gran prestigio- en 1976, en conmemoración de los dos mil años de fundación de la ciudad. Allí fue, precisamente, donde inicié mi actividad radiofónica como extra y actor de reparto. A mi lado estuvo Cristina, mi madre, que colaboró en papeles de importancia en la serie. El cierzo, que era quien narraba la historia, fue magistralmente interpretado por Paco Ortiz en un personaje que parecía creado para él.

Uno de los mejores capítulos fue el dedicado a los sitios de Zaragoza, cuyo autor fue José Maria Zaldívar. Se llegó a un acuerdo con las iglesias de la ciudad para que a una hora determinada volteasen las campanas y se recogiese en magnetofón su sonido para después incorporarlo a la grabación. Aunque anunciamos antes y después el hecho, mucha gente se quedó perpleja ante el volteo masivo de las campanas. Contamos también con la colaboración de la Academia General Militar, donde los micrófonos captaron las granadas al estallar, el ruido de los cañones y el disparo de las balas de fogueo para simular el ataque del ejército napoleónico.
Sin saberlo, los espectadores de la Romareda también sirvieron de improvisados defensores de la ciudad, ya que se grabaron los gritos y el ambiente de miles de aficionados como si fueran zaragozanos levantándose en armas contra los franceses en plena calle. Todo esto, mezclado convenientemente en el estudio y apoyado por discos de efectos especiales, le dio una espectacularidad al montaje que nos sorprendió a nosotros mismos.
Fue la última gran producción premiada también con el Ondas, antes de la definitiva reconversión de la radio. El encanto de aquellos tiempos murió con la celebración de los dos mil años de historia de Zaragoza y con él, toda una filosofía y manera de entender el medio. La verdad es que me produce una gran nostalgia revivir aquellos instantes de tensión y nerviosismo inmediatamente antes de intervenir en aquellas inolvidables producciones radiofónicas.

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