jueves, 30 de junio de 2011

CAPÍTULO XI. LOS GUIONES Y EL CUADRO DE ACTORES

La magia de las ondas continúa hechizando a millones de oyentes en nuestro país. Primero fueron los grandes conciertos, después los programas cara al público y, más tarde, las novelas radiofónicas que colapsaron las tardes españolas de los años cincuenta, sesenta y comienzos de los setenta. La televisión ha popularizado unos seriales de centenares de capítulos de origen sudamericano que, emitidos en la sobremesa, son seguidos por millones de espectadores. Se trata de «culebrones» de escasísima calidad, con unas dotes interpretativas muy limitadas de los actores y unos argumentos insostenibles. La necesidad de sacar al exterior los sentimientos más profundos o el reflejo de desengaños amorosos pasados, favorecen su éxito de audiencia. Es una vuelta a las radionovelas pero con imágenes, sin la creatividad de unos autores que ponían al servicio de los cuadros de actores toda su capacidad dramática.


Me vienen a la cabeza grandes éxitos como Ama Rosa, seriales magníficos de todo un especialista como Guillermo Sautier Casaseca y las voces inolvidables de Pedro Pablo Ayuso o Juana Ginzo. Ser actor delante de un micrófono es algo muy serio, porque la intensidad interpretativa solamente se consigue cargando el peso de la actuación en la voz. En la radio no valen las expresiones ni los gestos. Hay que saber leer correctamente, declamar, pronunciar con exquisita corrección y no ser exagerado en la puesta en antena. Meterse en un determinado papel, con un micrófono delante y unas cuartillas escritas, no es nada fácil. Incluso importantes actores teatrales fracasaron rotundamente en la radio.


 
Paco Ortiz, que reconocía no tener dotes de actor, se especializó en el papel de narrador, una figura de gran importancia en las radionovelas. Esa voz, grave y profunda, pero de fácil desenvoltura y de cadencias rítmicas, era el hilo conductor de la historia y quien situaba al oyente en la escena que se interpretaba. Una de las figuras perdidas con la desaparición de los cuadros de actores era la de «especialista en efectos sonoros», un profesional cualificado y cuya intervención podía mejorar un guión mediocre o destrozar una magnífica historia.

Hace tiempo que dejó de existir porque los discos de efectos especiales, que ahora pueden parecer una antigualla, le sustituyeron con todos los elementos que aportaba a la realización de la novela. Como antes se hacía todo en directo al no existir las grabaciones, la eficacia de su oficio resultaba definitiva.
Aunque parezca mentira, el sonido del mar lo conseguía con un gran pandero lleno de perdigones. Según lo movía con más o menos energía, daba la sensación de una suave marea o de un terrible oleaje. Para conseguir el efecto del viento, soplaba un folio cerca de sus labios y para recrear una tormenta, movía con más o menos energía una cartulina. El fuego lo simulaba arrugando un papel de celofán. Y el paso, trote o galope de un caballo (quizás el efecto más conocido por la gente), lo lograba con dos cortezas de coco que golpeaba sobre una caja llena de tierra y piedras. Era curioso, también, ver al especialista colocar unas pequeñas puertas cerca del micrófono, con su manija correspondiente, para obtener el sonido de apertura o cierre con chirrido incluído.


 
Lo peor en la emisión en directo de teatro o radionovelas era la risa. Cualquier mirada, cualquier error, cualquier sonido imprevisto, producía desde la más leve sonrisa hasta la más explosiva carcajada. Estaban los graciosos habituales, que hacían gestos o gastaban bromas pesadas al resto de los actores. El ambiente era de gran camaradería pero, a veces, tanta confianza generaba una excesiva relajación en el ambiente que terminaba en un cachondeo difícilmente ajeno al oyente.

Ocurría alguna que otra vez que uno de los intérpretes se saltaba una línea y el guión perdía completamente el sentido. Las frases masculinas se convertían en femeninas o viceversa, por lo que se debía improvisar. También eran frecuentes las «morcillas», apéndices inventados por el propio actor para enriquecer el diálogo. Pero nuestra principal preocupación era contener la risa cuando alguien se equivocaba. Sucedía que, en un pasaje especialmente dramático, algo pasaba que suscitaba la hilaridad. Y cuanto más se intentaba disimular, más cómica era la situación.

Paco Ortiz intervino como narrador, en cientos de guiones y obras. «Teatro en la noche» ofrecía a la audiencia todos los viernes una pieza de teatro adaptada a la radio que se emitía en directo. «Los estrenos», que era una dramatización de los grandes estrenos de opera y zarzuela, consiguió un premio ondas. Su autor y director fue Manolo Serrano, que recogió el galardón. También fue responsable de «la vida de Miguel Fleta», emitida por todas las emisoras de la SER poco tiempo después con gran éxito de audiencia. Una de las mejores series jamás producidas por Radio Zaragoza fue «el Bimilenario de Zaragoza», escrita por diferentes autores -todos ellos de gran prestigio- en 1976, en conmemoración de los dos mil años de fundación de la ciudad. Allí fue, precisamente, donde inicié mi actividad radiofónica como extra y actor de reparto. A mi lado estuvo Cristina, mi madre, que colaboró en papeles de importancia en la serie. El cierzo, que era quien narraba la historia, fue magistralmente interpretado por Paco Ortiz en un personaje que parecía creado para él.

Uno de los mejores capítulos fue el dedicado a los sitios de Zaragoza, cuyo autor fue José Maria Zaldívar. Se llegó a un acuerdo con las iglesias de la ciudad para que a una hora determinada volteasen las campanas y se recogiese en magnetofón su sonido para después incorporarlo a la grabación. Aunque anunciamos antes y después el hecho, mucha gente se quedó perpleja ante el volteo masivo de las campanas. Contamos también con la colaboración de la Academia General Militar, donde los micrófonos captaron las granadas al estallar, el ruido de los cañones y el disparo de las balas de fogueo para simular el ataque del ejército napoleónico.
Sin saberlo, los espectadores de la Romareda también sirvieron de improvisados defensores de la ciudad, ya que se grabaron los gritos y el ambiente de miles de aficionados como si fueran zaragozanos levantándose en armas contra los franceses en plena calle. Todo esto, mezclado convenientemente en el estudio y apoyado por discos de efectos especiales, le dio una espectacularidad al montaje que nos sorprendió a nosotros mismos.
Fue la última gran producción premiada también con el Ondas, antes de la definitiva reconversión de la radio. El encanto de aquellos tiempos murió con la celebración de los dos mil años de historia de Zaragoza y con él, toda una filosofía y manera de entender el medio. La verdad es que me produce una gran nostalgia revivir aquellos instantes de tensión y nerviosismo inmediatamente antes de intervenir en aquellas inolvidables producciones radiofónicas.

miércoles, 29 de junio de 2011

CAPÍTULO XII. LA ROMAREDA TOMA EL RELEVO

El ocho de septiembre de 1957 se inauguró el campo municipal de la Romareda. La construcción de un nuevo estadio era necesaria por la proyección del equipo y por una afición floreciente que no tenía cabida en unas instalaciones tan vetustas como las de Torrero. Su edificación culminaba uno de los más importantes ensanches de la ciudad y se ubicaba junto a la Feria de Muestras, que también se iba a ver relanzada en los años sesenta. El partido que abrió la nueva era futbolística de la ciudad tenía también un aliciente especial para la futura familia Ortiz Remacha.

El Real Zaragoza acudió al presidente de Osasuna para que los navarros disputasen el encuentro inaugural y le encargaron a mi futuro suegro Pablo la copa que se llevaría el ganador del partido. Aunque el Zaragoza consiguió la victoria, el entonces presidente del club y futuro alcalde de la ciudad, le ofreció el trofeo a los pamploneses en señal de cortesía y buena vecindad. No se imaginaba el bueno de Cesáreo Alierta que en aquel momento despojaba al Real Zaragoza de una auténtica obra de arte. Que yo sepa, aquella era la única copa en hierro forjado que pudiera existir en las vitrinas de un club.

El fútbol hizo desaparecer paulatinamente al locutor de continuidad y le aproximó a las transmisiones futbolísticas que tuvieron su cénit en la época de los «cinco magníficos». Aunque continuó hasta el final presentando programas musicales, concursos y magacines, esta faceta pasó a un segundo piano dado el interés de los partidos y el tiempo que invertía en los desplazamientos. Su comienzo en «Carrusel Deportivo Terry» desde el campo de Torrero con Vicente Marco, hipotecó los domingos en Zaragoza, de la misma forma que los viajes para seguir al equipo de fútbol le ocupaban los fines de semana cada quince días. En Carrusel permaneció casi treinta años, junto a profesionales de la talla de Juan de Toro, Joaquín Prat, Pepe Bermejo, Juan Tribuna, Fuentes Mora, Miguel Domínguez o Chencho.

 
El cambio a la Romareda fue un alivio aunque la nueva cabina de la Romareda no era mayor que la de Torrero, pero para sentarnos el técnico y yo era suficiente. El Zaragoza era un recién ascendido y la explosión radiofónica tardaría todavía tres o cuatro años en llegar, gracias a la buena marcha en la liga y a los títulos nacionales e internacionales conseguidos. El estadio era amplio, funcional y cómodo, el tranvía llegaba hasta allí y la gente cuando el tiempo era bueno, se acercaba andando a la Romareda. Yo solía hacer una parada en el bar de «Paco el Botas», que se llamaba Gymkana, tristemente desaparecido.

Yo recuerdo también ese bar, donde hacía una «parada técnica» con mi padre en los partidos de septiembre y junio, al comienzo y al final de la liga. Y nunca me olvidaré que uno de esos días fui testigo del debut de Lobo Diarte en la Romareda, compartiendo alineación con Arrúa y Ocampos. Como tampoco se me borrará de la memoria el rito de bajar al portal de casa y que nos recogiera con su flamante Seat 124 Luis Nápoles para ir a buscar a Manolo Muñoz a la avenida Tenor Fleta y de allí a la Romareda.

martes, 28 de junio de 2011

CAPÍTULO XIII. EL DEPORTE COMO ESPECTÁCULO

Por aquel entonces no estaba permitida la opinión ni se realizaban tertulias radiofónicas como ahora. Las entrevistas eran pactadas con permiso de la censura y los informativos no existían. Además de la música y los seriales, muy escuchados, solamente los concursos y las retransmisiones deportivas tenían la espontaneidad del directo y unas grandes posibilidades para la improvisación del locutor. Como el fútbol todavía no se había transformado en el negocio televisivo de la actualidad, otros deportes compartían su importancia y eran seguidos masivamente por los oyentes. El Parque Primo de Rivera acogía emocionantes carreras de motos y sensacionales criteriums de ciclismo, retransmitidos con mucha imaginación por Paco Ortiz que no veía gran parte de la competición desde su puesto de comentarista. Pero la abundante documentación, el apoyo de especialistas y otros recursos dialécticos facilitaban el seguimiento de las carreras. Muy aficionado a la bicicleta por los kilómetros rodados en la Coruña de estudiante, fue todo un acontecimiento para él narrar las pedaladas del legendario Fausto Copi y entrevistarle brevemente en la línea de meta. Años después, con Jesús Gimeno, siguió la Vuelta Ciclista a Aragón e incluso editaron un periódico,
el «Diario de la Vuelta».

Con su buen amigo Manolo Serrano formó un sólido tándem en las veladas de boxeo que se celebraban en Zaragoza, en el Frontón Cinema, cuando este deporte estaba en auge, y posteriormente en la mejor época de Perico Fernández a comienzos de los setenta. Una anécdota curiosa, al mismo tiempo que aleccionadora, fue la que protagonizó en unos campeonatos de natación:

Tenía que cubrir unos campeonatos de España que se celebran en Helios y recoger unas entrevistas con los ganadores. El caso es que, por uno u otro motivo, no llegué a grabarle al campeón de España que se había ido con el equipo de su provincia en el autocar. Como era de fuera, le comenté al técnico que me acompañaba que hiciera él del campeón en cuestión. Le dije lo que tenía que contestar y grabamos la entrevista.
Ya en la radio, la emitimos y nadie se enteró de nuestra pequeña travesura. Pero poco más tarde recibí una llamada telefónica: era del equipo que se había proclamado campeón, que se había detenido a comer en carretera y en el restaurante tenían puesta la radio. El entrenador simplemente me felicitó por la entrevista, que sería exclusiva mundial: ¡el nadador era sordomudo y no podía hablar!

Fue en el fútbol donde se realizó como profesional y adquirió su tremenda popularidad. Ya en La Coruña, junto al gran Enrique Mariñas, recibió las primeras clases de lenguaje balompédico y le tomó afición a narrar con intensidad las jugadas. Años más tarde, con Manolo Muñoz en Radio Zaragoza, fue cuando dio el salto y se convirtió de mero narrador en experto relator de partidos.

A Manolo Muñoz le debo saber leer el fútbol. Yo radiaba, pero no entendía globalmente lo que ocurría sobre el terreno de juego, y mi gran amigo fue también mi gran maestro en la comprensión de las tácticas, en la observación al equipo contrario, en la interpretación de lo que ocurría en el campo. Cuando estábamos juntos, yo radiaba y él comentaba, formando un equipo magnífico por lo acertado de sus opiniones. Además, con su simpático acento cordobés que nunca perdió, le daba otro tono a la retransmisión. Murió demasiado joven, de manera inesperada, dejándome solo ante muchas cosas. Fue mi apoyo, mi confidente y mi mejor ayuda en la radio durante veinte años.

Su primer contacto con el fútbol fue la lectura de los comentarios de un gran periodista, Juan de Torrero, que escribía las crónicas a mano. Como no tenía buena voz y le imponía el micrófono, Paco Ortiz las interpretaba con un tono jovial y espectacular que enriquecía la árida información del partido. En aquellas fechas todavía no estaba construída la Romareda y las condiciones del antiguo campo de Torrero no eran las idóneas para las retransmisiones.

Subir a la cabina era una auténtica aventura. Había que trepar por una larga y estrecha escalera de hierro hasta una pequeña torreta donde no se veía bien el terreno de juego. Estaba detrás de una de las porterías y había zonas donde era imposible distinguir a los jugadores. ¡Menos mal que ya había números en las camisetas!
De mis cuatro años en el antiguo Torrero recuerdo dos momentos inolvidables. Por un lado, la gravísima lesión de Avelino Chaves a causa de una brutal entrada del defensa Olivares. Aún resuenan en mis oídos los gritos de dolor del futbolista que cayó justo debajo de la cabina de transmisión. Para Chaves fue el final de su carrera, aunque jugase durante algunos meses en un ejercicio de profesionalidad que le llevó más tarde a la secretaría técnica del club durante tres décadas.
La otra imagen que quedó grabada en mi memoria fue un partido de ascenso del Real Zaragoza a Primera División. Corría la temporada 1954/55 y hubo que ampliar el recinto con unas gradas metálicas para dar cabida a más público del habitual. Fue una fiesta y toda la ciudad vivió el éxito. Poco después llegó Jacinto Quincoces al banquillo, uno de los ídolos de mi niñez. Poder conocer, dialogar, entrevistar y convivir con el más grande defensa de la selección española, fue un sueño increíble para mí.

lunes, 27 de junio de 2011

CAPÍTULO XIV. LA COPA DE FERIAS

 
Si a nivel nacional su voz fue conocida por «Carrusel Deportivo» y las irrepetibles transmisiones con José Maria García de finales de los setenta, en Aragón es recordado por su zaragocismo y valorado por ser el mejor relatando partidos. Fueron más de dos mil entre primera y segunda división, Copa de Ferias, Copa de la UEFA, Copa del Generalísimo, Copa del Rey, Copa de la Liga, Recopa de Europa y amistosos (Trofeo Ciudad de Zaragoza, Ramón de Carranza o Colombino, entre otros). Y si el más importante fue el que le dio el título continental en Paris en 1995, del que se siente más satisfecho es del que narró desde Leeds en 1966, el partido de desempate de semifinales de la Copa de Ferias.

En la Romareda habíamos ganado por 1-0 gracias al tanto marcado por Carlos Lapetra. En el partido de vuelta perdimos por 2-1. Entonces no existía la solución del valor doble de los goles marcados fuera de casa, ni tampoco el lanzamiento desde el punto de penalty para dirimir el vencedor. Por eso, la diana de Canario no sirvió en ese momento para nada.
Había que jugar un tercer partido, el de desempate, y según cayera la moneda de un lado a otro, el encuentro se disputaría en España o en Inglaterra. Jackie Charlton y Severino Reija estaban junto al árbitro, que debía lanzar al aire el metal y ser el juez del destino. Paré la transmisión, dejé que el silencio se adueñase de las ondas, mientras creía escuchar la respiración contenida de los seguidores zaragocistas desde sus casas. Cuando Reija se echo las manos a la cabeza, comprendí que la moneda había caído del lado británico.

 
Hubo que esperar quince días, seguir jugando la liga y la copa, mentalizarse para la encerrona en el campo del Leeds y volver a una ciudad fría y lluviosa. Las apuestas eran favorables a los locales y aunque el Real Zaragoza acudía como víctima, los espectadores ingleses recibieron una lección de fútbol que todavía no han olvidado pese a los treinta anos transcurridos.

Aquel encuentro fue el más hermoso y emocionante que tuve la oportunidad de llevar a los oyentes a través de las ondas. En tan solo trece minutos el Real Zaragoza había destrozado a su rival con tres tantos impresionantes. Marcelino, Villa y Santos sorprendieron a los confiados jugadores del Leeds mientras enmudecía el estadio.
Yo estaba ronco por la fuerza con la que había cantado los goles, por la locura que suponía un triunfo tan espectacular. Incluso el técnico de la BBC me hizo señas para que disminuyese la intensidad de la transmisión, ya que estaba molestando al resto de periodistas ingleses. Recuerdo que la aguja del potenciómetro quedó atascada por los gritos del tercer gol.

Aún quedaba mucho partido y la calidad de los hombres del Leeds United podía poner en peligro el resultado si los zaragozanos se dejaban llevar por la euforia. Todo Aragón estaba pendiente de la narración de Paco Ortiz, con la oreja pegada al aparato de radio y la mirada perdida, intentando imaginar el prodigioso juego de los «magníficos» en tierras lejanas.

El propio Jackie Charlton le indico al árbitro que esperase unos instantes, que le diese a su equipo unos segundos para asimilar la avalancha de juego que estaban recibiendo de los españoles. El colegiado, que era manco, le concedió al genial futbolista el privilegio y se reanudó un espectáculo que duro hasta el final. El público supo responder al extraordinario fútbol ofrecido con una ovación que obligó a los blanquillos a retornar al terreno de juego cuando terminó para agradecer la deportiva actitud de los aficionados de Leeds.
Yo no podía más y tantas emociones terminaron por quebrar mi voz. Rompí a llorar en antena y me dejé llevar por ese ambiente de entusiasmo y fiesta en el que también se sumieron los oyentes, según me dijeron cuando llegué. No fue una actitud muy profesional, pero vivir aquello me ayudó a mis treinta y dos años a ser más ecuánime y responsable, a no dejarme arrastrar por los sentimientos. Al fin y al cabo, mi obligación era contar lo que pasaba sobre el terreno de juego, sin involucrarme tanto en las sensaciones como para meterme en la piel de los futbolistas y jugar el partido.

Es emocionante saber que la gente te escucha, te considera cómplice de los triunfos o fracasos del equipo a miles de kilómetros de distancia. Pero causa una tremenda frustración enterarte de que todo tu empeño no ha valido para nada y que has transmitido el partido para ti solo. Eso le ocurrió en Plovdiv, en una eliminatoria de la Recopa de Europa, cuando Radio Nacional de España utilizó la línea microfónica de Radio Zaragoza. La emisora estatal tuvo prioridad ante los problemas de comunicación existentes entre las compañías telefónicas de ambos países.

Me extrañó un poco la presencia de Joaquín Ramos antes del encuentro, pero imaginé que estaba allí para cubrir los boletines de Radio Nacional. La mañana no había sido nada favorable, puesto que no conseguí la conferencia con Zaragoza y estaba totalmente incomunicado. Bulgaria estaba hundida entonces en una tremenda pobreza y apenas tenían teléfonos en una ciudad pequeña y oscura.
El día anterior visité las antiguas instalaciones de la emisora de Plovdiv, donde no encontraron nada parecido al himno nacional español; para la megafonía dudaron entre algunas piezas de Albéniz o Falla, pero al final les pareció más apropiado el pasodoble «España Cañí». Pidieron mi opinión como parte interesada aunque, en definitiva, optaron por lo más folclórico.

 
Él intuía que las cosas no iban bien y comenzó a preocuparse cuando vio demasiado tranquilo al técnico de sonido. Los enormes aparatos estaban conectados a los cables que salían de unas viejas cajas de la pared y el micrófono descansaba sobre la mesa, como si estuviera muerto. A través de los auriculares solamente se escuchaba un ligero zumbido, que fue lo único que oyó durante casi dos horas.

Faltaban diez minutos para comenzar el partido y seguía sin retorno, pero el técnico me hizo una señal que yo entendí como afirmativa para el comienzo de la transmisión. Como estaba acostumbrado a las dificultades técnicas en los países del Este de Europa, seguí el mismo método que en otras narraciones, convencido que me oían en Zaragoza. Conté en voz alta de cincuenta a cero y comencé a hablar.
Fue un partido bonito, emocionante, como los que jugaba el equipo por aquel entonces... la verdad es que no me acuerdo del resultado. De vez en cuando volvía la cabeza y le hacía un gesto al técnico, que permanecía como una «vaca sorda» detrás de mí. Yo veía que me miraba raro, pero achacaba su actitud a que no entendía nada de lo que decía. Ya a la vuelta del estadio, de madrugada, cuando conseguí conectar con Manolo Muñoz, me llevé la desagradable sorpresa.

 
Intentó durante el vuelo de vuelta comentar el hecho con Joaquín Ramos, con el que se llevaba muy bien por haber coincidido en otros desplazamientos con el conjunto blanquillo, pero el locutor parecía rehuírle. Ya en Barcelona -el equipo jugaba ese domingo en la ciudad Condal- pudo enterarse de lo que había ocurrido y comprender los motivos del fracaso de la retransmisión.

Radio Nacional decidió a última hora radiar el partido porque el Real Zaragoza estaba de moda y no había nada mejor que ofrecer a la audiencia española en el plano deportivo. Solamente había solicitada una línea microfónica, la nuestra. No había ni tiempo ni medios técnicos en Plovdiv para una segunda instalación y desde Madrid decidieron que primaban los intereses estatales sobre los de una emisora privada de provincias. Lo que más me indignó es que nadie me lo comunicase, que todos allí supieran que estaba radiando para mi y dejasen que diera gritos como un poseso creyendo que salía a antena.

En los albores de la década de los sesenta el Real Zaragoza comenzó su andadura internacional en Irlanda, un país tan enigmático como desconocido para los españoles de entonces. El primer viaje oficial del Real Zaragoza, su primera participación continental, tuvo un origen muy poco competitivo. La Copa de Ciudades en Feria se había constituído como la alternativa a las dos grandes competiciones europeas y tenían derecho a jugarla clubes pertenecientes a localidades importantes con recintos feriales y determinada actividad de mercado. La clasificación en las ligas nacionales no jugaba un factor determinante, aunque el equipo rondaba las primeras posiciones.

Ya había retransmitido con anterioridad algún partido internacional amistoso, pero mi debut oficial coincidió con el primer encuentro que disputaron los zaragocistas en Glentoran. Fue el 26 de septiembre de 1962 y jugaron Visa en la portería; Cortizo, Santamaría y Zubiaurre en la defensa; Tucho y González en el centro del campo; Miguel, Duca, Marcelino, Seminario y Carlos Lapetra en la delantera.
Todo era nuevo para mí: el largo viaje en avión, el húmedo tiempo irlandés y el tratamiento de los dirigentes del club adversario con la expedición. Los periodistas formábamos parte de ella y disfrutamos de las recepciones oficiales, de las impresionantes comidas, de las fiestas que en honor al acontecimiento se sucedieron en aquellos tres días de estancia en Glentoran. Allí probé la cerveza negra y a punto estuve de vomitar aquel brebaje que se tomaba caliente y mezclado con mostaza.

El partido no despertó demasiada expectación y el público apenas se acercó al destartalado campo que presentaba, no obstante, un magnífico césped. La gente se lo tomó con calma y la gran mayoría se colocó detrás de la portería del Real Zaragoza.

 
Cuando terminó la primera parte contemplé, con sorpresa, cómo los aficionados bajaron de las gradas al terreno de juego, caminaron sobre la cuidada hierba y se ubicaron tras la otra portería, donde le correspondía jugar a los aragoneses. Jamás he vuelto a ver nada igual. En lo deportivo, no hubo rival ya que ganamos por 0-2 con toda tranquilidad.
La vuelta, un par de semanas más tarde, fue sentenciada con media docena de tantos, una de las mayores goleadas internacionales del Real Zaragoza en más de treinta anos de historia. En la eliminatoria siguiente nos apeó de la competición el potentísimo equipo de la Roma. Esa misma temporada radié mi primera final de Copa, que perdimos por 3-1 ante el Barcelona, después de eliminar al Athletic de Bilbao, Atlético de Madrid y Real Madrid.

viernes, 24 de junio de 2011

CAPÍTULO XV. INGLATERRA 1966

 
El éxito del Real Zaragoza en las Islas Británicas fue parejo al de Paco Ortiz con sus intensas retransmisiones. Su nombre ya sonaba a nivel nacional a través de «Carrusel Deportivo» y los dirigentes de la Cadena SER se fijaron en este joven locutor. Su voz fresca, cálida y juvenil gustó en Madrid, donde les interesaba incorporar a profesionales de otras emisoras locales para iniciar un proceso de colonización con las emisoras asociadas con una aparente descentralización.

Su debut internacional fue precipitado, porque le llamaron para colaborar en la transmisión de los Campeonatos del Mundo de Inglaterra de 1966 a mediados de junio, en plenas vacaciones de verano. Recibió en Salou un telegrama de Radio Zaragoza donde le indicaban que se pusiera en contacto con Vicente Marco urgentemente.

 
La conversación fue breve pero emocionante. No sabía qué decir, cómo reaccionar, cuando me comentó que iba a radiar con Pepe Bermejo los partidos de la selección española. Tenía sólo una semana para volver a Zaragoza, solicitar el pasaporte, tramitar el visado y tomar un vuelo a Londres. Iba a cumplir treinta y tres años y me daban, de manera inesperada, la noticia más importante de mi carrera.

Con la selección acudieron Carlos Lapetra y Marcelino, aunque no tuvieron una importante participación en favor de los veteranos jugadores del combinado español. La presencia de Paco Ortiz fue seguida con entusiasmo por los oyentes de Radio Zaragoza, que se incorporaron intensamente a las retransmisiones. Era otro mundo, una experiencia inolvidable que le aportó unos conocimientos fundamentales para su futura vinculación con la SER años después.

Por mucho que me esfuerce soy incapaz de recordar mi llegada a Londres. Tengo una vaga idea de la casa en la que nos alojábamos Pepe Bermejo y yo, en un barrio periférico, lejos de la sede de la BBC, donde tuvimos que acudir para resolver el papeleo de las acreditaciones. Vivía en una nube porque me empezaba a codear con los periodistas más importantes del mundo, todos ellos mayores que yo. Estaba ebrio de emociones en un ambiente de gloria futbolística. Afortunadamente guiaban mis primeros pasos Vicente Marco, Jorge Jarner -el jefe técnico-, Fernández del Campo -corresponsal en Inglaterra de la SER- y Pepe Bermejo, que allanaban cualquier escollo y me introducían en esa fabulosa selva radiofónica internacional.

Ambos locutores iban a cubrir los partidos que España disputaría en Sheffield y Birmingham, mientras que el resto del equipo comentaría los otros encuentros del Mundial desde los estudios de la radiotelevisión británica en Londres. Llegó el gran día, su primera transmisión en la SER, su primer partido de la selección española, su primer Campeonato del Mundo... Todo estaba preparado en el estadio, la BBC había dispuesto el complejo equipamiento técnico en una tribuna para casi doscientos comentaristas de todos los puntos de la tierra. Faltaban dos horas para el comienzo del partido entre España y Argentina.

Aquello era impresionante, mi mente captaba las luces, las formas, los sonidos y hasta los olores. No quería perderme ni un solo detalle. Media hora antes del encuentro comencé a dirigirme a los estudios de Madrid solicitando confirmación de la señal que enviaba desde mi puesto de comentarista. Estaba nervioso porque el tiempo pasaba y no escuchaba respuesta y me dirigí preocupado a uno de los sincronizadores de sonido que nos atendía. Con aire molesto, altivo y ofendido, me respondió que no me preocupase. Al fin y al cabo, se trataba de una transmisión realizada por la BBC.

Pocos minutos más tarde escuchó débilmente la voz de los técnicos de Madrid, ratificando el perfecto sonido que les llegaba desde el estadio: «Todo perfecto, Paco. Te oímos claro y fuerte. Enviamos retorno de la emisora. En seguida metemos la careta de entrada y después iniciáis la retransmisión Pepe y tú. ¡Suerte!»
Bermejo, con más experiencia, dejó que fuera calmando su ansiedad con esa pequeña conversación. Era un hombre serio pero cordial, poco amigo de las bromas aunque un excelente compañero. Él sabía que los prolegómenos siempre eran tensos y que el peso de la responsabilidad atenazaba a cualquiera, más aún si se trataba de un joven de provincias que empezaba a rodarse en la cadena privada más importante del país. Paco Ortiz no era ni mucho menos un novato, pero unos Campeonatos del Mundo y en la SER imponían a cualquiera.

No encuentro palabras para describir mi estado de ánimo cuando anunciaron la conexión y comencé a hablar. Me sabía al dedillo los números y los nombres de los jugadores argentinos y a los nuestros los conocía de sobra. Mi preocupación estaba en el ritmo que debía darle al partido, la emoción que tenía que poner en cada jugada y la compenetración con Pepe Bermejo, un experto y magnífico relator de partidos. Los jugadores albicelestes eran capaces de abrumar a cualquiera: Pinino, Artime, Ónega, Rattin, Perfumo, Marzzollini...
El partido era claro para los argentinos, que desbordaban a nuestra selección. Mediada la segunda parte, el marcador era de 1-0 para los rivales. Pero España reaccionó y a las cinco y veinte de la tarde, hora local, canté mi primer gol en un mundial. Fue Pirri, tras una jugada personal, quien batió al meta sudamericano. A partir de entonces, las palabras surgieron solas de mi garganta y olvidamos el tono gris del encuentro para sucedernos en la narración de las jugadas de ambos equipos.
Lamentablemente, de nuevo Artime ponía las cosas en su sitio y conseguía el segundo gol para su selección. Argentina había ganado con justicia a un desdibujado combinado español que empezaba a cavar su fosa en Inglaterra, dos años después de la conquista de la Copa de Europa de Naciones.
Pero la decepción de la derrota no menguó mi satisfacción personal. Esa noche apenas pude dormir recordando cada una de las frases expresadas y los momentos imborrables de una retransmisión histórica para mí.

jueves, 9 de junio de 2011

CAPÍTULO XVI. EN TIERRA EXTRAÑA


La radio no era entonces como ahora. Había tiempo para descansar, para pisar el asfalto de las calles de Londres, para comprobar si era verdad o no aquello del «puré de guisantes». Los periodistas no se lanzaban como una jauría de lobos sobre el seleccionador, ni los teléfonos portátiles acosaban a los jugadores. No había competencia; era el trabajo del medio oficial y de una cadena que comenzaba a escalar en la audiencia, tutelada por el Gobierno. Por eso, Paco Ortiz podía permitirse el lujo de respirar el aroma de una ciudad llena de contrastes, la más grande que había conocido en su vida. En Sheffield, pocos días después, disfrutó de una anécdota graciosa que le hizo ser mucho más cauto en lo sucesivo. En los prolegómenos del partido contra Suiza, el 15 de julio, bromeaba con los técnicos de Radio Madrid sobre el aspecto y los comentarios de un locutor soviético que estaba a su lado: «Junto a mí tengo a un ruso que no le entiende ni su padre», dijo riéndose de su colega. El  ruso se volvió con rostro simpático hacia él y le dijo en perfecto castellano: «Pues yo a ti, si».

Fue una manera de recibir el impacto de un mundo que se le mostraba con una velocidad de vértigo, sin apenas tiempo para contemplarlo en toda su extensión.

Se me subieron los colores a la cara, no supe que contestarle. Le pedí disculpas, que aceptó de buen grado, y ya de vuelta al hotel, más de un vodka calentó nuestros estómagos. Llegó incluso a proponerme ir a Radio Moscú para los programas que emitían para Sudamérica. Naturalmente, decliné su sincera invitación. Por aquel entonces, hablar tan solo del «demonio comunista» ponía los pelos de punta.

Volviendo al partido de fútbol que España jugaba contra Suiza, fue el único de los tres que sirvió de satisfacción a la delegación española en Inglaterra. Se derrotó con claridad a un rival inferior, al que había que superar como fuera para tener posibilidades de completar un digno papel.

El campo de Hillsborugh se me antojó antiguo, vetusto. Suiza aprovechó el nerviosismo de nuestra selección y comenzó marcando. Con 0-1 terminó la primera parte, a la que apenas pudimos dar emoción pese a nuestros esfuerzos. Pero en la reanudación todo cambió, empujó mucho más España y empató el partido... canté mi segundo gol español, y después el tercero, en una genial jugada de Gento que dejó atrás a los defensas suizos y se enfrentó en solitario al meta Elsener. ¡Qué golazo! Mi garganta quedó rota, pero me embargaba una satisfacción difícil de explicar. ¡Habíamos ganado!

Enfrentarse a la selección alemana era todo un reto, las posibilidades de ganar eran casi nulas. Pese a todo, la recuperación apreciada en el segundo encuentro abría las esperanzas incluso a los más pesimistas.

Fusté nos adelantó en el marcador y los jugadores se crecieron. El equipo adversario se desorientó y permitió la creatividad española. Fueron minutos deliciosos de radiar, diciéndole a la gente que ese partido se podía ganar, que el milagro era posible... Pero allí estaba mi admirado Franz Beckenbauer, que ordenó el juego teutón hasta convertirlo en una apisonadora. Emmerich, con una gran dosis de fortuna consiguió el 1-1 y Uwe Seeler, el 2-1 con el que terminó el partido.
No fue justo, no merecimos en modo alguno esa derrota. La selección había realizado su mejor partido y caía derrotada ante los que iban a ser finalistas.

La eliminación provocó un reajuste en el equipo de la SER, dado que la competición había perdido interés. En la sede central de la BBC en Londres, Vicente Marco y Quilates llevaron todo el peso del trabajo. Era una labor periodística, metódica y muy difícil, ante el rechazo que suponía en España todo lo que sonase a Mundial de Inglaterra.

Eran auténticos maestros, yo absorbía como una esponja su metodología de trabajo, sobre todo la organización esquemática de la programación del «jefe Marco». El aún tenía reservada para mí una sorpresa que me hizo palidecer, pero a la que respondí con decisión. Era otro reto que debía superar en mi carrera.

La final de los Campeonatos del Mundo de 1966 estaba a la vuelta de la esquina con ese impresionante Inglaterra-Alemania, veinte años después de la Segunda Guerra Mundial. La SER no tenía puesto de comentarista en Wembley pero el partido había que transmitirlo. Vicente Marco le hizo un aparte a Paco Ortiz en los interminables pasillos de la BBC la víspera del encuentro y le dijo mirándole a los ojos: «Paco, hay que hacer un esfuerzo. ¿Te atreves a radiar la final a través de un monitor de televisión?» Era un auténtico reto profesional. En aquellos años no existía el despliegue de cámaras, las posibilidades tecnológicas, la calidad de imagen a la que estamos acostumbrados actualmente. Se emitía en blanco y negro, por supuesto, con un plano general del campo que dificultaba el reconocimiento de los futbolistas. Comentar así el partido constituía un riesgo difícil de asumir hasta para un experto locutor, pero era una oportunidad única para él. Le dio con fuerza la mano al «jefe Marco» y le contestó afirmativamente. «Está hecho. Radiaré la final». «No será fácil», aseguró Vicente. «Tranquilo, amigo, saldrá bien», respondió mi padre.

Al día siguiente comieron frugalmente cerca de la sede de la BBC y prepararon con esmero la retransmisión. Había nervios, ansiedad, ilusión y cierto temor por la responsabilidad.

Cuando llegué a un gran salón que habían preparado para casi un centenar de locutores con diez grandes pantallas de televisión, sin mamparas de separación entre nosotros, unos enormes butacones y micrófonos por todos lados, casi me arrepentí de la decisión tomada. Yo creía que cada uno íbamos a tener nuestro monitor, que íbamos a estar en un lugar propio, pero el maremágnum era capaz de asustar a cualquiera. Era una auténtica torre de Babel, hablando cada uno en su idioma y a grito pelado. En la pantalla, tan solo teníamos una toma general del campo que a los pocos minutos resultaba ya aburrida. Había que echarle muchos redaños al asunto y ponerle una gran imaginación a la narración. El sonido ambiente se escuchaba perfectamente a través de los auriculares y acompañaba a la transmisión.
Vicente Marco insistía en que el oyente de la SER debía tener la convicción de que estábamos in situ, en el emblemático estadio de Wembley. Pero por mucho que se empeñase no era así, el estadio quedaba a varios kilómetros y no era lo mismo verlo en televisión que en el mismo campo.

Se introdujo pronto en la magia de la final y se convenció a sí mismo de que estaba viendo el partido en directo. Marco sonreía a medida que el tiempo iba pasando y la tensión se iba dulcificando hasta desaparecer. Al final, el veterano periodista le dio un abrazo y con su habitual laconismo -no exento de cariño y admiración por el esfuerzo-, le dijo: «Perfecto, Paco». Estaba destrozado y con los ojos enrojecidos de tanto escrutar jugadores en una pantalla hostil, a varios metros del sillón de tortura. La gran prueba había  pasado  con  éxito  y jamás  olvidaría  esas  dos  horas  de  pasión controlada.

Tuve la inmodestia, la curiosidad de preguntar a una de las auxiliares de prensa que nos atendían en el booking, por la fecha de nacimiento de los comentaristas enviados especiales al Mundial. Debí caerle simpático, porque se tomó la molestia de comprobar el montón de fichas que tenía en un archivador. Para ayudarla, le indiqué que yo había nacido en 1933.
Más de una hora después, me confirmó que era el más joven de todos. Puede parecer una tontería, pero me llenó de orgullo el título honorífico que me autoimpuse en ese momento. Horas más tarde, cuando el avión de Iberia despegó del aeropuerto de Londres, se me humedecieron los ojos. Todo había pasado, podía respirar tranquilo. Le pedí a la azafata de vuelo un gin-tonic y le di gracias a Dios por su silencioso pero imprescindible apoyo.

miércoles, 8 de junio de 2011

CAPÍTULO XVII. SUS PRIMEROS MAESTROS EN EL FÚTBOL

Acompañar al Real Zaragoza en sus viajes por Europa le permitió ingresar en el club de los más selectos periodistas deportivos. Atendiendo sus comentarios, observando su forma de actuar, incorporando sus métodos, tardó poco en ser incluído en un grupo de gran prestigio y que no aceptaba nuevos socios con facilidad.


Al iniciar mi camino internacional sentía un regusto especial cuando intercambiaba opiniones con personalidades como las de Rienzi, Cronos, Gilera, Antonio Valencia, Miguel Ors, Belarmo o Pedro Escartín. Escucharles era aprender, y poder expresarme ante ellos, una satisfacción. Por la diferencia de edad me acogieron con simpatía y me dejaron entrar en un círculo al que no todos tenían acceso. Llegamos a tal grado de confianza que, en ocasiones, cuando se jugaba en los países del Este y las comunicaciones telefónicas les desesperaban por la demora, ofrecía mi línea microfónica para que les grabasen las crónicas en Zaragoza y enviarlas a sus respectivos periódicos.

Le impresionaba el fino estilo literario de Antonio Valencia, capaz de convertir un artículo en una bella página narrativa; o la profundidad y el estudio analítico de Cronos que, con dos frases, era capaz de resumir los noventa minutos de un partido. Con los años, se atrevió a llevarles la contraria simplemente por estimular su ingenio pero, la mayoría de las veces, sus razonamientos eran finalmente compartidos por el joven locutor.

En una ocasión, el maestro Cronos me dio una lección que jamás olvidaré: cansado de que le llevase la contraria, me comentó que si tuviera mi voz, con lo bien que escribía, me quitaría el puesto. Aquella cariñosa reprimenda me dio que pensar, aunque jamás le di la razón, seguramente por esa absurda vanidad de los principiantes.

Hace ya tiempo que se separó de la competitividad, de la lucha por la noticia, de las frecuentes zancadillas que suelen aparecer en el camino del éxito. Su estilo era más reposado, propio de sus veteranos maestros de los años sesenta.

Mis compañeros de Zaragoza siempre me han tratado bien, nuestra relación ha sido correcta y respetuosa, sin ningún tipo de competencia entre nosotros. Recuerdo a Vigil Escalera, Miguel Gay, José María Doñate, Javal, Martín de Urrea y Alfonso Zapater. Los recortes de prensa que conservo de ellos son también parte de mi vida en la radio. Guardo con especial ilusión las crónicas que escribí para el suplemento deportivo de la «Hoja del lunes» a petición de otro gran periodista, Ángel Castellot. Él se empeñó, cuando comenzaban a triunfar los «magníficos», que fuera yo quien escribiese las crónicas. La experiencia duró poco aunque fue muy provechosa porque, cuando llegaba a Zaragoza y leía el texto, pocas veces quedaba satisfecho; decididamente, lo mío era hablar, comunicar, mucho más que escribir.

domingo, 5 de junio de 2011

CAPÍTULO XVIII. EL "ONDAS" AL MEJOR LOCUTOR


Los años sesenta fueron extraordinarios, con una apertura al exterior de nuestro país imposible para la gran mayoría de los españoles, y al Aragón profundo de los pueblos. El entonces director de Radio Zaragoza, Julián Muro Navarro, le propuso viajar por los pueblos de Aragón para que su voz tuviera rostro en centenares de localidades donde la radio era su única conexión con el mundo. El resultado en los programas cara al público y los concursos realizados en el Pasaje Palafox, pronosticaba un éxito arrollador. De ese modo, el programa «Por las tierras de Aragón», se prolongó durante más de dos años, convirtiendo su vida en un auténtico peregrinaje por caminos de tierra, carreteras, estaciones y aeropuertos: de Leeds se marchaba a Monzón, de Alfajarín a Salónica, de Turín a Remolinos... el colofón fue la Copa del Mundo de 1966 en pleno éxito del Real Zaragoza en la Copa de Ferias. Desde la dirección de la emisora se solicitó el Premio Ondas, un galardón muy difícil de obtener por los profesionales que concurrían y la juventud del locutor, tan solo treinta y cuatro años.

Casi tenía olvidado el asunto cuando, una noche de finales de septiembre, me llamó a casa Lisardo de Felipe, que unos años más tarde llegaría a ser redactor jefe de Radio Zaragoza y posteriormente jefe de prensa de las Cortes de Aragón. Con la voz atenuada por los nervios, me comunicó que lo había conseguido y que le alegraba mucho ser él quien me lo comunicase.

Los días siguientes, las fotografías y los reportajes publicados en la prensa local, dispararon todavía más su popularidad. Eran momentos de felicidad, de éxito, que llegaron a su culminación con la ceremonia de entrega en Barcelona, cuna de los premios Ondas, junto a profesionales de la comunicación, músicos, actores y otras estrellas internacionales del espectáculo.

No recuerdo al resto de compañeros premiados en las distintas modalidades, porque todos quedábamos anulados ante la presencia de Roger Moore, galardonado por su interpretación del personaje de «El Santo», una serie de televisión de gran éxito en esos momentos. Tuve la suerte de recoger mi premio, durante la cena de gala de entrega de los Ondas, justo antes de Roger Moore. Recibí la pesada estatuilla (un águila sobre una columna y un pedestal de mármol), que casi se le cae de las manos a la anciana señora que me lo ofrecía con la súplica en sus ojos de que lo cogiera pronto.
Me volví y tropecé con aquel simpático gigantón que me llevaba casi treinta centímetros de altura. ¡Qué impresión! «El Santo» se quedó quieto delante de mi, aplaudió y luego me dio una cariñosa palmada en la cara antes de recoger su premio. Allí estábamos los dos, delante de todo el mundo, cara a cara en una situación que jamás había pensado sucediese.

sábado, 4 de junio de 2011

CAPÍTULO XIX. ALREDEDOR DEL MUNDO

El planeta es cada vez más pequeño y viajar se ha convertido en algo natural, dadas las posibilidades de encontrar un destino que nos agrade y unas condiciones de pago acordes a nuestro presupuesto. Pero realizar un desplazamiento profesional y más como enviado especial a un evento deportivo, es algo completamente distinto. Recordar la tensión de los países del Este cuando estaban subyugados al régimen soviético e incluso el miedo en sus fronteras, parece ahora una novela de ciencia ficción.


El Real Zaragoza jugaba por segunda temporada consecutiva la Copa de la UEFA, en un intento de reedición de los éxitos de los «Magníficos» por el continente. En la fase más oscura del comunismo checoslovaco, el equipo tenía que jugar en Bratislava, encrucijada de espías y agentes del servicio secreto de los países involucrados en la «guerra fría». 
Aterrizamos en Viena y tomamos un autobús para cubrir por carretera el trayecto hasta la frontera. Una vez fuera de la Europa libre, irrumpieron en el vehículo cinco o seis soldados fuertemente armados. Bajaron las maletas del autobús y registraron cada rincón del equipaje. Cuando creíamos que todo había terminado, un oficial del ejército comunista fue entregando los pasaportes uno a uno después de comprobar las fotografías. Me obligaron a descender del vehículo, pero me resistí hasta que me acompañó el intérprete. En el puesto de control, un lugar mal iluminado y con unos muebles desvencijados, otro oficial me indicó que me sentara frente a él, en una mesa donde había una porra y unas esposas.
Él jugueteaba con una pistola, mientras miraba mis documentos y mi rostro. Entonces comprendí el problema: en esos momentos yo tenía una poblada barba negra y en el pasaporte estaba sin ella. El intérprete me dijo que tenía que rasurarme la barba y que en el lavabo tenia brocha, jabón y una maquinilla de afeitar. Me resistí, apelé a los derechos humanos, dije que era periodista... ninguno de mis razonamientos influyeron en su decisión. Comentó que allí mandaba él y que ningún superior iba a tomar cartas en el asunto. Que, o me afeitaba, o no pasaba el control para acceder a Checoslovaquia.
Tuve entonces una luminosa idea: le indiqué al intérprete que le tradujera de la manera más convincente si ocurriría lo mismo a la inversa. Es decir,  si tendría que esperar tres meses en el control de pasaportes si en la foto llevase barba y en la actualidad no. Se quedó pensativo, telefoneó a alguien y escribió unas líneas en los papeles del visado. A empujones, abandoné la miserable habitación y antes de volver al autobús, el intérprete me sugirió que no se me ocurriera afeitarme, ya que en mi documentación se hacía constancia expresamente de que estaba autorizado a pasar con barba.

Las crónicas previas a un partido suelen enviarse desde el hotel de concentración o desde el mismo escenario del encuentro. Los teléfonos móviles han constituído un avance en este sentido, pero hace unos años -si se deseaba realizar un reportaje completo con los jugadores, directivos o entrenador- era costumbre acudir a la radio estatal y solicitar un estudio para el montaje y posterior transmisión por línea microfónica. Desconocer el idioma local es uno de los graves problemas que los informadores tenemos que superar; una cosa es hablar más o menos bien el inglés y, otra muy distinta, cuando los nativos insisten en expresarse en flamenco, sueco o alemán.

Una vez fui con todo el material grabado a la sede de la radiotelevisión suiza y pregunté por el estudio que me habían asignado para enviar las entrevistas. Creí entender que era el «número seis» y me aventuré por los largos pasillos del enorme edificio estatal. Ascensores arriba y abajo, gente apresurada de un lado a otro, total que nadie me hacia caso cuando preguntaba dónde estaba el dichoso estudio.
Al final, por casualidad, lo encontré y accedí a un auditorio con capacidad para cien personas. Sorprendido, permití que una amable señorita me condujera al centro del escenario junto a un piano de cola. El público aplaudió al verme y me quedé petrificado. La mujer me empujó, hablaba en alemán con tanta rapidez y energía que me aturdió. Tomé por un brazo a mi ocasional acompañante y salimos del recinto. Menos mal que ella hablaba algo de italiano y se deshizo el entuerto: esperaban a un pianista ruso que iba a grabar un concierto y se habían creído que era yo.
No sé si el pobre hombre al final encontré el dichoso estudio, o se había encontrado una habitación con un micrófono y dos magnetofones, sin espectadores que le arropasen... pero yo me fui al número dieciséis que era el que me correspondía desde un principio, según la divertida joven que rió con ganas al comprender el malentendido.

jueves, 2 de junio de 2011

CAPÍTULO XX. LA PUBLICIDAD COMO ALTERNATIVA PROFESIONAL


La radio era un medio ideal para desarrollar la creatividad publicitaria. No resultaba muy cara y podía realizarse en los diferentes programas de la parrilla, cara al público y a través de reportajes especiales. Durante muchos años, gracias a la popularidad que le dio el fútbol, Paco Ortiz fue el espíritu de grandes firmas como Spar, Paymar, La Zaragozana y Galerías Primero. Cada una en su época tuvo en la voz de mi padre una identificación instantánea y un asesoramiento personal que fue productivo para todas las partes. En 1972 creó «Special Publicidad», una agencia que en sus orígenes se encargaba solamente de coordinar las acciones comerciales de Spar y que se mantuvo activa durante veinticinco años. La inauguración de estos novedosos e inéditos establecimientos en los pueblos de Aragón fue una auténtica revolución. Este acto, que contaba con la bendición del cura y la presencia del alcalde y del comandante de puesto de la Guardia Civil, se grababa en un magnetofón y se emitía al día siguiente por la radio. José María Solanilla, gerente de la distribuidora, le instaló un despacho en las naves de la carretera de Cataluña, que nunca llegó a ocupar, empeñado en atraerle como director comercial a su empresa. A cambio, le ayudó en el montaje de la agencia en su primera ubicación, en la calle San Miguel esquina Independencia, donde controlaba la producción publicitaria.

Otros clientes, más o menos duraderos, debieron su éxito a imaginación de Paco Ortiz más que a la calidad de sus productos, que fueron mejorando gracias a la necesidad ofrecer una garantía acorde con el comunicador. Estas empresas confiaron sus campañas a Special Publicidad, que se abrió a otros medios diferentes a la radio para una comunicación más integral y participativa. No todos supieron reconocer su dedicación generosa y se aprovecharon de su buena voluntad para rentabilizar, con otros compañeros de viaje, las ideas previamente concebidas en campañas llenas de ilusión. Pero él disfrutaba con cada campaña como si fuese una auténtica aventura.

Recuerdo programas publicitarios como «el personaje misterioso», que tuvo un impacto increíble en la audiencia. Cada día y a distintas horas, decía de pasada algún dato sobre él. Comenzábamos con un premio para entonces fabuloso, doscientas mil pesetas, y cada día se rebajaba mil pesetas si no había acertantes. Todos las tardes a las seis, me colocaba con un magnetofón en un estudio e iba grabando las respuestas de los oyentes. Al «personaje misterioso» solamente lo conocíamos el notario, el director, el jefe de programas y yo, que guardaba en un sobre cerrado la solución. Tan popular se hizo el concurso, que las colas llegaban desde la emisora hasta el edificio de Correos y Telégrafos. Hubo días que tuvimos que solicitar la colaboración de la Policía Municipal para poner orden entre los alborotados oyentes.
También el programa de Chocolates Hueso, «el dulce dinero», o «mi sopa» de Gallina Blanca, tuvieron un gran eco en la radio. Pero quizás el más entrañable para mi fue «Historias de Natacha», un espacio comercial de cinco minutos emitido en cadena. Escribía el guión y lo realizaba técnicamente yo mismo, aunque la dulce voz de Natacha la ponía Cristina, mi mujer. Nadie lo sabía, ni en la emisora ni en Madrid, porque acudíamos a horas intempestivas para grabar los programas y evitar que se descubriera el pastel. Su interpretación fue impecable y ahora me arrepiento por mi exigencia y escasa paciencia, sin que tuviera ningún detalle con ella.

Nunca se me olvidará un momento que se quedó grabado en mi mente, cuando yo tenía diez o doce años. Todos los días, a las tres de la tarde, escuchábamos un programa de un cuarto de hora patrocinado por Cámara Óptico que se llamaba «Compás». Mi padre nos juntó a mi madre, a mi hermano Pedro y a mí en el cuarto de estar, para prestar más atención a la radio. Él terminó diciendo: «Y hasta aquí, Compás, en Radio Zaragoza. Ha sido un placer compartir con todos ustedes este tiempo de radio. ¡Hasta siempre!» Me quedé helado, había terminado un programa al que él le tenía mucho cariño y contó con nosotros para vivir juntos ese momento de pena. Ninguno de los dos pequeños dijimos nada mientras mis padres se abrazaban.