domingo, 3 de julio de 2011

CAPÍTULO VIII. EL PRIMER DISCO MODERNO

Volver la vista atrás y recordar los antiguos discos de piedra o los pesados magnetofones de hilo, significa dar un paseo por el túnel del tiempo que para muchos de los lectores será un auténtico descubrimiento y les provocará curiosidad y extrañeza.


Cuando llegué a Zaragoza ya conocía los discos de piedra, que era así como les llamábamos. Debíamos tener un gran cuidado con ellos ya que al menor golpe se partían. También había que cambiar de aguja el tocadiscos, un auténtico estilete de acero que solamente servía para una radiación. Si el técnico no se acordaba de sustituirla, a mitad del siguiente disco la aguja estaba prácticamente roma y el sonido que salía a antena, insoportable. Eso cuando no se enganchaba en el surco y se repetía un tramo del disco, algo cómico para los oyentes y que se solía solucionar con un golpecito al brazo del tocadiscos. Lo que ocurre es que, algunas veces, el sincronizador no se encontraba en el estudio y la incidencia pasaba de graciosa a pesada.

La llegada del primer microsurco fue todo un acontecimiento. Por aquel entonces, Paco Ortiz realizaba tres o cuatro programas musicales y la utilización del invento le permitió mejorar la calidad de la puesta en antena y darle alas a su imaginación.

Sucedió cuando todavía estábamos en la calle Almagro. El director, Ángel Bayod, traía un bulto en sus manos y lo depositó como algo misterioso encima de la mesa. Allí estábamos técnicos y locutores esperando con ansiedad que descubriese el objeto que con tanto cuidado había transportado. Desenvolvió el paquete con sumo cuidado y apareció ante nuestros abiertos ojos una lámina circular negra con un pequeño agujero en el centro. Bayod la dejó sobre la tapizada mesa de la discoteca y comentó con aire severo que el mundo de la radio había cambiado y que desde ese momento sustituiríamos los discos de piedra por los microsurco. Lo tomé con las yemas de mis dedos con muchísimo cuidado, aunque el director nos había asegurado que era muy difícil que se rompieran, y lo volví a dejar sobre la mesa después de leer el título de la interpretación.

El primero que apareció en Radio Zaragoza y que él deseaba radiar con urgencia era la «Suite del Gran Cañón» de Grofé. La duración de la pieza era de veintiocho minutos, a 33 revoluciones, e interpretada por la Orquesta Sinfónica de Nueva York. Un auténtico lujo al alcance de sus manos y que ya había tenido oportunidad de escuchar a través de Radio Nacional de España en sus espacios dedicados a grandes conciertos.

Me parecía imposible que media hora de música pudiera incluirse en un solo disco, porque traducido a piedra eran cinco por las dos caras. Nos dijo don Ángel que se podían radiar hasta cincuenta de ellos sin cambiar de aguja. El problema era que no teníamos un aparato adecuado para reproducirlo y debimos esperar una interminable semana hasta que llegó el nuevo tocadiscos y lo conectaron a la mesa de control. Esa misma noche, pasadas las doce, cuando terminé la emisión con el himno nacional, una vez apagada la emisora de Casablanca, llegó el gran momento. El aparato se puso en marcha, hacía ruido, pero el ingeniero nos tranquilizó al asegurarnos que no salía a antena. El técnico colocó, no sin temor, el brazo del tocadiscos sobre el microsurco y dio volumen al altavoz. Fue una maravilla, parecía que la orquesta estaba allí mismo. Los primeros compases del Amanecer de la Suite del Gran Cañón nos envolvían dejándonos extasiados. Nadie dijo nada hasta el final, cuando aplaudimos de manera espontánea, completamente emocionados.

Como es lógico, a Paco Ortiz le faltó tiempo para emitir esta copia en su primer programa de «La alfombra mágica», con un cuidado guión y sin avisar a los oyentes de las innovaciones tecnológicas de la emisora, que llamaron para felicitar por el extraordinario sonido del concierto. Los nuevos discos llegaban con cuentagotas pero los viajes que entonces organizaban a Andorra servían para aumentar la discoteca.

Después aparecieron los microsurco pequeños, los de 45 rpm, con una canción o melodía por cada cara. Eran un incordio porque duraban muy poco y ocupaban mucho espacio, pero sonaban muy bien y tampoco había que cambiar las agujas.

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