miércoles, 6 de julio de 2011

CAPÍTULO V. SU INCORPORACIÓN A RADIO ZARAGOZA

Sólo durmió unas horas aunque el apetitoso desayuno servido por una de las amables monjas de la Hospedería le devolvió el color. Preguntó por la calle Almagro, donde le esperaba el jefe de programas de la radio a las once de la mañana, y le indicó que no tenía pérdida aunque debía atravesar gran parte de la ciudad. Por entonces Zaragoza tenía unos doscientos mil habitantes,
un parque automovilístico reducido, no se habían acometido los grandes ensanches y se vivía un ambiente provinciano. El tiempo parecía detenido,
no existía la prisa de Madrid ni su agitada vida cultural y política, pero la dimensión de la ciudad era superior a La Coruña, prácticamente aislada entonces del resto de España y con una clara vocación hacia Iberoamérica.

El calor no era tan pegajoso y la mañana se despertaba alegre. La calle Alfonso me pareció bonita, la concentración de tranvías en la Plaza de España, curiosa y el Paseo de la Independencia, muy acogedor. Al fondo contemplé con admiración el singular edificio de la Facultad de Medicina y, poco más tarde, llegue a una calle corta, estrecha y con pocos árboles, al final del Paseo de Pamplona.
No fue fácil encontrar los estudios ya que no había letrero alguno que lo indicase. Por fin, imaginé que estaban tras una puerta alta y acristalada. El vestíbulo del conserje era muy pequeño, lo crucé después de presentarme y se abrió ante mí un larguísimo pasillo pintado de verde oscuro, con desconchones, que terminaba en una amplia sala con piso de madera. A un lado y otro, dos pequeñas habitaciones albergaban lo que debía ser la discoteca y la redacción, con un par de máquinas de escribir muy antiguas. El locutorio era pequeño, con unas gruesas cortinas para amortiguar el rebote del sonido, y el control tenía mejor aspecto, dado que los elementos técnicos parecían modernos y en buen estado. En la sala grande, al final del recorrido, destacaba entre la soledad de la pieza un enorme piano de cola donde se suponía se interpretaban obras en directo.

Entró al despacho del jefe de programas que se le ofrecía como de otro mundo, con una gran mesa antigua y unos sillones «cardenalicios». La primera impresión que recibió fue desalentadora, pero su ilusión por trabajar en la radio era capaz de animar su espíritu subyugado. La voz de don José Perlado era suave y su mirada parecía escudriñar su interior, aunque no se sintió agredido en el interrogatorio. Quedaron de acuerdo en que se iba a incorporar durante un tiempo a prueba y disminuyó la crispación inicial.
-¿Qué le parecen los estudios? -preguntó Perlado.
-El centro emisor debe ser muy bueno. Desde La Coruña se escucha sin dificultades Radio Zaragoza -respondió «a la gallega» el aspirante a locutor, sin expresar su inquietud por las instalaciones.
El jefe de programas salió un momento de su despacho tras una breve y superficial charla, con la excusa de dar un par de órdenes. Desde la solemne habitación escuchaba el sonido de una máquina de escribir y un murmullo difícilmente inteligible.
A los cinco minutos volvió Perlado. -Nos espera el director de la emisora en las oficinas de la plaza de España. Están cerca de aquí. Si le parece, nos ponemos en camino.

Durante el paseo hablaron de la radio y de su juventud, que podría complicar su contratación, ya que esperaban un profesional de mayor experiencia. Paco Ortiz se mostró algo ofendido y respondió con inmodestia.
-Pues ya ve. Tengo dieciocho años pero llevo tres vinculado a este mundo. Empecé en Radio Nacional de La Coruña y traigo un diploma de sobresaliente de la Escuela de Radio del SEU, por si eso sirve de algo...
Don José le escuchaba con paciencia. Hablaba con delicadeza y su tono era amable, con la intención de aplacar el nerviosismo y la agresividad del joven aspirante. Ya en el paseo de la Independencia le sugirió que tomasen un café. Aunque no le apetecía en absoluto realizar una parada antes de hablar con el director, accedió de buen grado simplemente por no contrariar a su posible jefe.
-Vamos a entrar aquí. Te gustará el lugar. Se llama «Ambos Mundos». Lo usamos a veces para retransmitir conciertos en directo. Dicen que es el café más grande de España.

Perlado notó su asombro al entrar en el local y sonrió. Se lo estaba ganando con la naturalidad de un hombre acostumbrado a mandar desde la inteligencia y la bondad. Totalmente entregado, la negociación con Ángel Bayod, entonces director de la emisora, fue sencilla. Querían un locutor todo terreno y que tuviera conocimientos futbolísticos, ya que el Real Zaragoza había ascendido a Primera División y la emisora deseaba potenciar la audiencia deportiva. Las condiciones económicas eran lo de menos, pero le pareció bien cobrar las dos mil pesetas mensuales propuestas.

Después de comer, con la excitación propia de estar a punto de conseguir su primer trabajo, volvió a los estudios. Allí conoció a López Soba -uno de los mas grandes comunicadores del momento-, a Alfonso Herrero -el jefe de personal- y a Ramón Salanova, que terminaría ocupando el cargo de redactor-jefe de la emisora. Ambos fueron entrañables con un chaval solitario y que, pese a su aspecto vanidoso deseaba el cariño y la comprensión de quienes tenía alrededor. Realizó una prueba de lectura que resultó satisfactoria y aportó sus ideas innovadoras sobre la radio, con proyectos que había madurado en sus postreras semanas de estancia en Madrid, embebido de las últimas corrientes profesionales de los jóvenes radiofonistas recién salidos del Instituto. La sintonía entre una radio en transformación, pero anclada por edad en la década de los cuarenta, y la fuerza de un joven ambicioso con deseos de triunfar, motivó que sus dirigentes apostasen por el cambio y se planteasen incluso el traslado de los estudios tres años mas tarde.

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