jueves, 7 de julio de 2011

CAPÍTULO IV. UNA DECISIÓN CLAVE EN SU VIDA

El pájaro volaba del nido y era imposible cortarle las alas. La Coruña se le quedaba pequeña y eso de ganarse la vida como bodeguero no estaba hecho para él. Ser el aprendiz de su intransigente padre, vivir la monotonía de una familia tradicional, le consumían. Su amigo Enrique Marentes, su mayor apoyo en los años de adolescencia y compañero de travesuras, le animó a dar el salto. Las disputas familiares fueron continuas y de gran intensidad, ya que sus padres esperaban que el joven Paco se encargara del negocio paterno una vez terminase el bachiller. Su hermano Alfonso, cuatro años mayor que él, no podía ser el sucesor porque estudiaba en el Seminario y se dedicaría al sacerdocio; Don Francisco y Doña Carmen habían luchado mucho por hacerse un hueco en la sociedad de una ciudad provinciana y conservadora como la Coruña y era un severo contratiempo que su hijo fuera a dedicarse al «mundo del espectáculo». Pero nada le hizo detenerse, ni el disgusto de su madre, ni abandonar el mar que le tenía subyugado, ni el vértigo que suponía afrontar unos estudios en la capital alrededor de las grandes voces de la radio española.


La idea de no volver a ver el mar era lo único que me disuadía de marcharme de mi casa. Ni las lágrimas de mi madre, ni las advertencias de mi padre, ni mis amigos de correrías, suponían un obstáculo para zambullirme en el mundo de la radio. Quería aprender lo que ya no podía encontrar en una modesta emisora tan rígida como mi familia, sin posibilidades de crecer. Madrid era mi futuro, el paso previo a cualquier cosa que pensara hacer en mi vida. Pero también soñaba con enrolarme en un barco, en ver el mundo, tener una novia en cada puerto... Quise ser capitán mercante pero las matemáticas se habían convertido en un enemigo insuperable, y mientras me dolía la cabeza pensando en despejar incógnitas y en álgebra, los guiones radiofónicos surgían con facilidad de mi mente y las frases hermosas brotaban de mi boca. Me gustaba la música, hablar sobre ella, sobre sus compositores e intérpretes, soñar mientras sonaba en la radio.

Lo supo años más tarde, pero su padre le pidió en secreto a su familia de Madrid que le acogiese en su casa y le tratase lo mejor posible, aportando incluso una cantidad para sus gastos. Nunca le dio su aprobación pero siguió de cerca sus progresos y seguramente se sentiría orgulloso de su hijo al que transmitió sus genes rebeldes y contestatarios.

En el Instituto de Radio y Televisión coincidió con personajes que también se formaban en esa formidable escuela de profesionales, como Jesús Álvarez, Daniel Vindel o José Luis Pécquer, unos años mayores que él y precursores de lo que más tarde sería Televisión Española. Fue un tiempo de maduración, de aprendizaje, que concluyó con su diploma bajo el brazo y una mejora de las relaciones con sus padres, que ya daban por hecho su adiós definitivo. De hecho, tras la muerte de su padre, en 1957, Doña Carmen se trasladó a vivir a Zaragoza y su hermano Alfonso, ya sacerdote, fue rector del seminario y posteriormente el bibliotecario del Centro, después de pasar unos años en Roma.

Pero no adelantemos acontecimientos. De vuelta a La Coruña después de tres cursos en Madrid, se le hacía muy cuesta arriba permanecer con sus padres, aunque fuera de vacaciones. Se aburría mucho y se le ocurrió enviar cartas a las emisoras más importantes del país pidiendo trabajo, sin importarle el destino, porque deseaba iniciar una vida nueva con dieciocho años que le llevase al éxito. A los pocos días recibió respuesta desde Zaragoza donde le invitaban a realizar una prueba. No lo dudó ni un instante; hizo las maletas, tomó un tren y se dirigió con excitación al lugar donde pasaría el resto de su vida.

Al principio me decepcionó la ciudad. Llegué un caluroso día de julio del año 1951 y estuve tentado de volverme en el siguiente tren. Me planté en la antigua estación del Norte a las nueve -todavía de día-, después de veinte horas de viaje en segunda clase a bordo del «Shangay», horrorizado ante la fealdad del vetusto y destartalado edificio ferroviario, que nada tenia que ver con el de la coqueta estación de La Coruña. No tuve que preguntar por la plaza del Pilar ya que desde allí se veían las dos torres de la Basílica, mucho menos hermosa que ahora.
El trayecto me parecía corto y tenía ganas de caminar, pero a medida que el tiempo transcurría la maleta se me hacía más pesada y daba la sensación que no llegaba nunca a mi destino. Cuando alcancé el Puente de Piedra, después de atravesar campos y huertas, contemplé el Ebro y se me antojó menos caudaloso de lo que creía, sobre todo comparándolo con las enormes e interminables rías gallegas.
Por fin llegué al otro lado, donde me desconcertó por su majestuosidad la Torre de la Seo, que era una larga mancha oscura sobre la claridad de la incipiente noche. Pregunté por la Hospedería del Pilar, algo inquieto por la soledad de la plaza y el aspecto de las casas de la zona. Tras un caserón grande (que resultó ser la Lonja), se adivinaban una obras importantes en un descampado (la construcción del nuevo ayuntamiento), más allá el Pilar y, por fin, el hostal que iba a servir para descansar entre sobresaltos durante mi primera noche en Zaragoza.

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