sábado, 9 de julio de 2011

CAPÍTULO II. UNA NIÑEZ DESARRAIGADA

La infancia de una familia desterrada a más de seiscientos kilómetros de su casa por culpa de una guerra civil, no puede ser ni feliz ni entrañable porque el cariño es algo secundario. La supervivencia es lo primero, mezclada con el miedo de que encuentren a tu padre, fugitivo, y la realidad de la cárcel, donde acudes diariamente a llevarle la comida después de prenderle.

Lo peor era la espera, el frío, y la mirada de culpabilidad de mi padre cada vez que le entregaba con mis manos temblorosas la escudilla.

Ese episodio de su vida me lo repitió varias veces los últimos años, siempre de la misma manera y sin más explicación por su parte, que no recordaba apenas nada más de esos oscuros años.

Quizás esa cruel realidad produjo muchos silencios que le aislaron y le convierten en un ser más sensible, aunque menos comunicativo. Los largos días de lluvia en Galicia, donde fueron obligados a vivir tras la libertad de mi abuelo y la oscuridad de la noche, le invitaban a escuchar la radio y a dejar volar su imaginación. Así fue como Paco Ortiz encontró en la palabra el camino de su vida, entregándose a una ilusión que le permitía escapar de la monocromática realidad.

 
Tenía diez años y mi diversión favorita era escuchar la radio, una extraña afición que no creo compartiese con otros chavales de mi edad. Quizás por el tono de voz, posiblemente por la lejanía, me apasionaban los programas que se podían captar lejos de España. Desde el barrio coruñés de los Castros, elevado sobre la ciudad vieja y asomado de lejos al mar, era maravilloso poder llegar con la imaginación hasta París, Moscú, Praga o Londres, y oír nuestro idioma. Yo no entendía demasiado los contenidos políticos que allí se vertían, tampoco me importaban, pero me impresionaba que desde lugares tan distantes alguien me estuviera hablando y que eso lo escuchasen miles de personas.

Mi padre esperaba la llegada de la noche con ilusión, casi con ansiedad, para recorrer el dial de un extremo a otro. Sin saberlo, iba adquiriendo una terminología y unos conocimientos generales que le servirían de mucho para forjar su personalidad. Era un crío inquieto y descarado, listo pero poco constante en los estudios, ya que las noches las dedicaba a dejarse llevar por las diferentes sintonías.

Una clara madrugada de verano, entre el rumor de las olas cercanas y el ronco sonido del motor de los pesqueros que salían a la faena, encontré de repente la BBC. Escuché por primera vez un auténtico programa de radio, apartado de las tendencias políticas del resto de las emisoras que escuchaba habitualmente. El electrizante sonido de los timbales que la Quinta de Beethoven -que era la sintonía de la BBC-, me paralizó. Después sonó una voz profunda que llenó el espacio de la noche: «Transmite la BBC desde Londres. Este es el programa Más Allá del Río Amazonas...»
Hasta entonces, solo oía la radio. Desde aquel programa, comencé a amar la radio y descubrí que no se trataba únicamente de una sucesión de largos discursos o noticias de guerra. Ante mis oídos se abrieron las puertas de una producción perfectamente concebida, agradable, instructiva, donde la música comentada y después emitida, llegó a ser más comprensible para mí. Escuché entrevistas, conexiones con distintos países, disfruté de las anécdotas y curiosidades del mundo... Lo que menos me gustaba era que los locutores tenían un pronunciado acento sudamericano, o eran ingleses que hablaban un correcto castellano pero totalmente frío e impersonal.

La radio fue su compañía, su Ángel de la Guarda y su obsesión. A ello contribuyó el hecho de que en su casa tuvieran dos aparatos y pudiera experimentar con uno u otro, al margen de lo que escuchasen sus padres, cosas menos interesantes para un muchacho fascinado por el conocimiento que le proporcionaba pegar la oreja al altavoz.

El del salón me parecía enorme y estaba allí desde siempre. Tenía una antena similar a un muelle que iba de lado a lado del techo y otra, en forma de hilo, que se perdía bajo la mesa camilla. Contenía unas grandes lámparas que se fundían en los momentos más emocionantes de «El teatro en el aire», con el repetido enfado de mi padre, que golpeaba con violencia el aparato sin conseguir que volviese a sonar esa tarde. El otro era más moderno y lo habíamos comprado de estraperlo por un buen precio, unas mil pesetas. Estos llegaban camuflados en el trasatlántico «La Reina del Pacífico» que, por ser inglés, no atracaba en el puerto y fondeaba en la bocana de la bahía coruñesa. Me empeñé de tal manera, con tanta insistencia en instalarlo en mi cuarto, que mis padres no tuvieron más remedio que acceder a comprármelo.

 
Tener dos aparatos de radio en casa significaba cierto prestigio social, ya que los vecinos se reunían con un respeto imponente en el domicilio del afortunado para escuchar lo que salía de aquel enorme cajón, de presencia cuidada y hasta lujosa, pero con muchas dificultades de sonido a causa de los problemas de suministro de energía eléctrica que había por entonces. En las ciudades, pese a todo, se podía acceder a ellos, pero en la mayoría de los pueblos era imposible su adquisición. Y no por circunstancias económicas solamente, sino porque no había llegado la electricidad al medio rural.

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